El transporte blindado se movía en un silencio tenso a través de las calles de la Noctara, a pesar de su motor. Dentro, el aire era espeso, cargado de las preguntas no formuladas de la noche anterior. Elric, con los ojos cerrados, procesaba los eventos. Un distrito entero como rehén de una fe armada. Ángeles que borraban la existencia con una nota. Una guardiana loca que los llamaba hermosos. Y ahora, una brecha en el corazón mismo del Comité de Investigación. Estaban sucediendo demasiadas cosas, demasiado rápido. Un caos deliberado.
El vehículo se detuvo frente a la sede del Comité de Investigación de Berlín. A diferencia del austero y sobrio Comité de Defensa, este edificio era una maravilla de cristal y acero blanco. Imponente, misterioso, casi clínico, como una aguja hipodérmica apuntando al cielo falso y a lo más profundo de la tierra. Al caminar en su interior, el ambiente era de una productividad frenética. Investigadores con batas blancas se movían por los vastos pasillos, con miradas histéricas puestas en apuntes. El rumor de la brecha en B-7 ya se había extendido. Algunos hablaban en susurros nerviosos, otros simplemente aceleraban el paso. Hasta que varios de ellos se apartaron instintivamente al ver a Brenna.
Más que caminar, marchaba. Iba en cabeza, una furia contenida en cada zancada. Los hombres la seguían, casi tratando de seguirle el ritmo.
«Brenna, cálmate», dijo Weber, su voz intentando anclarla. «La ira no abre puertas».
«No, ¡PERO ROMPERÁ CUELLOS! que es un buen comienzo», gruñó.
Llegó a la recepción del ala restringida. El hombre detrás del mostrador, un burócrata de rostro ansioso, se puso visiblemente nervioso al verla. «Investigadora Principal Brenna… no la esperábamos…».
Brenna se inclinó sobre el mostrador, sus nudillos blancos. «La brecha en B-7. No fui notificada. Quiero un informe». El recepcionista balbuceó algo sobre que la brecha ya había sido sellada, que no querían molestarla…
En un movimiento, Brenna lo agarró del cuello de su impecable uniforme. «La puerta puede que esté sellada», siseó, su voz un peligroso susurro. «Pero lo que sea que esté allí dentro no lo está. Habla».
El hombre, aterrado, solo pudo negar con la cabeza. Ella lo soltó con desdén y guio al grupo hacia los ascensores. La zona de contención B-7 estaba en los niveles más profundos, un lugar al que la mayoría de los investigadores preferían olvidar que existía. Estaba protegida, obviamente, por una guardia de élite de la Tonstaffel.
«Novedades», demandó Argent, mostrando su identificación de Volker, infalible.
El guardia, un hombre cuya cara parecía tallada en granito, respondió con una profesionalidad inalterable. «Sin novedades, Administrador Volker. La sección fue sellada desde dentro a las 04:32. Perdimos toda comunicación. El último registro indicaba que los dos investigadores del turno de noche estaban trabajando con especímenes anómalos recuperados de Roma».
«¿Roma?», repitió Weber, una luz de reconocimiento en sus ojos.
«¿Qué sucede, anciano?», preguntó Elric.
«Antes de ir a Ámsterdam… recibí un informe preliminar. Declararon varios toques de queda frecuentes en Roma, parciales, ya que solo eran cerca del Vaticano. Otra fuente religiosa. Lo descarté como agitación local, pero…».
«Pronto lo averiguaremos», dijo Damonth, mientras las puertas del ascensor de descenso se abrían.
Mientras las puertas de acero se abrían, entraban uno a uno como mensajeros hacia el más allá.
La bajada fue un descenso al infierno clínico. La presión en sus oídos aumentaba a cada nivel que pasaban. Finalmente, cuando ya se volvía insoportable, con un chirrido, el ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron con un esfuerzo audible, como si algo estuviera ejerciendo presión desde el otro lado.