“Melodía de una Mente Abierta”


«Un aristócrata de sangre fría. Una psicópata con acceso a armas experimentales. El destino de Berlín está en las manos más extrañas posibles.»

El pensamiento resonó en la cabeza de Fékio mientras caminaba por los impecables corredores del Comité. Se masajeó las sienes, un gesto que se había vuelto casi involuntario. ¿Pedir ayuda a los Arcantes? Melpómene probablemente convertiría la situación en una historia trágica, con él como el protagonista desafortunado. Minos solo intervendría si la burocracia misma estuviera en juego, y su "ayuda" a menudo se sentía más como una sentencia. La Directora... su sola sombra era demasiado pesada para un problema que, oficialmente, aún no existía. Nemeas era una ecuación sin solución, y Lethe... ¿siquiera era real? O quizás era solo un cuento de hadas para asustar a los que recordaban demasiado.

Sacudió la cabeza, desterrando las variables imposibles. Estaba pensando de más. A veces, la sinfonía más compleja se podía pausar con el acto más simple. Y ahora mismo, solo necesitaba comer.

A medida que se acercaba al comedor principal del cuartel, el silencio disciplinado de los pasillos era reemplazado gradualmente por un murmullo creciente, un crescendo de vida que siempre le resultaba extrañamente ajeno. El zumbido de cientos de conversaciones, el tintineo de cubiertos contra platos de cerámica, el eco de botas militares sobre el suelo pulido. Una ópera desordenada. Humana.

Abrió la puerta de doble hoja y el ruido lo golpeó de lleno. Por un instante, cesó.

Un silencio repentino cayó sobre la vasta sala. Cientos de pares de ojos se giraron hacia él. Vio a reclutas congelados con el tenedor a medio camino de la boca, a Afinadores interrumpiendo sus discusiones estratégicas, a personal de apoyo que dejaba de reír. Vieron la insignia de Magister en su uniforme, el contorno del Sacro Elène en su espalda, el eco de una tragedia que parecía seguirle como una sombra. Fékio sintió el peso de cientos de notas no dichas, una mezcla de respeto, envidia y temor. Un momento incómodo que se sintió como una eternidad.

Y entonces, como si un director invisible hubiera dado la señal, el bullicio volvió, quizás un poco más apagado que antes.

Fékio suspiró, ignorando la atención. Se acercó a la línea de servicio, y por primera vez en semanas, el menú ofrecía algo más que proteína sintetizada y raciones de campo. Schnitzel. Carne de verdad. Pidió una porción con una gratitud que probablemente sonó extraña en su voz habitualmente contenida. Con la bandeja en sus manos, buscó un lugar donde sentarse. La sala estaba abarrotada, un mar de uniformes negros y grises.

Pasó entre mesas, sintiendo los empujones accidentales de otros que se movían con prisa, hasta que finalmente vio un hueco. Un pequeño espacio en una mesa para cuatro, ocupada por solo dos personas. Sin pensarlo demasiado, se deslizó hacia el asiento libre antes de que alguien más lo hiciera.

«Disculpen», dijo, ya sentándose. «¿Está ocupado? ¿Puedo...?»

Alzó la vista. La chica a su lado lo miraba con una expresión de asombro tan pura que parecía casi dolorosa. Sus ojos, de un intenso color avellana, estaban abiertos de par en par. Tenía el cabello castaño claro recogido en dos trenzas desordenadas, y su uniforme de recluta parecía un par de tallas más grande. Enfrente, un joven de complexión robusta y rostro impasible llevaba puesto, de forma insólita, su supresor personal dentro de la Noctara. El dispositivo cubría sus oídos, su luz azul parpadeando con lentitud.

Hubo un silencio. Fékio esperó una respuesta, pero el chico no pareció haberlo oído. Repitió la pregunta, esta vez un poco más fuerte.

«Disculpa, ¿puedo quedarme aquí?»

El chico finalmente lo notó. «¿Ah? Oh, sí. Sin problema, Magister». Su voz era grave, amortiguada por el supresor.

La chica a su lado asintió con una rapidez casi espasmódica, sin decir nada. Apartó la vista y le dio una mordida furiosa a su hamburguesa, como si concentrarse en la comida fuera una estrategia de defensa.

Y entonces, Fékio escuchó una voz.

No era audible. Era un eco, un susurro que parecía resonar directamente en su mente. Era la voz de la chica, pero con un tono completamente diferente: emocionada, chillona, casi vertiginosa.