“Jaula sin Voz”


El viaje de regreso fue un adagio tocado en la clave más grave de la desesperación. Pero la llegada a la Noctara de Berlín fue el silencio abrupto que sigue a la última nota. Un silencio que no era paz.


ALA MÉDICA, COMITÉ DE DEFENSA, BERLÍN

La habitación era blanca. Un blanco tan puro y absoluto que hería la vista, un color que absorbía todos los demás. En el centro de este vacío estéril, la cápsula de estasis de Elric Damonth emitía un suave zumbido, el único sonido en un universo por lo demás mudo. No era una cápsula de curación normal; era una unidad de contención diseñada no tanto para sanar su cuerpo como para contener la tormenta que ahora habitaba en su alma.

A su lado, el Señor Weber observaba el monitor holográfico, su rostro normalmente estoico una máscara de profunda preocupación. Los signos vitales de Elric eran estables, casi anormalmente tranquilos. Pero el otro gráfico, el que medía su firma sonática, era una pesadilla. Era un caos ininteligible, una sierra dentada de picos y valles que se salían de la escala. Su resonancia no estaba ausente, como la de los "Silenciados"; estaba... desgarrada. Era el sonido de un sol a punto de colapsar sobre sí mismo, una supernova de disonancia contenida que amenazaba con desgarrar el tejido mismo de su ser. Había absorbido el corazón del Cántico, y ahora, el veneno y el antídoto libraban una guerra sin fin dentro de él.

Un puño se estrelló contra la pared de titanio reforzado con un estruendo metálico que, por un instante, pareció casi un ataque.

Brenna se apartó de la pared, sus nudillos sangrando ligeramente, su pecho subiendo y bajando con una furia impotente. Se había despertado de la inconsciencia no con el alivio de la supervivencia, sino con el insulto de una debilidad que no entendía. La "curación" de Melpómene había sido un parche narrativo, no una sanación. Su cuerpo estaba funcional, pero su don... estaba roto. No estaba silenciado por completo. Era peor. Era intermitente, como una radio mal sintonizada con el fin del mundo. Ráfagas de su firma la asaltaban, mostrándole ecos de dolor sin contexto, seguidas de un frustrante silencio.

«¡No puedo leerlo!», rugió, su voz áspera, volviendo a mirar la caótica firma sonática de Elric. «¡Es... es como intentar leer una página arrancada de un libro que está en llamas! ¡No es ruido, no es silencio, es... todo a la vez! ¡¿Qué demonios le hizo esa cosa?!».

Se acercó a la cápsula, sus ojos, normalmente tormentas de caos, ahora nublados por una desesperación que no sabía cómo procesar. Era la investigadora definitiva, la sabuesa que podía seguir el eco de una mentira a través del tiempo. Pero ahora, frente al misterio más importante de su vida, era sorda y ciega. Su impotencia era la de una depredadora enjaulada, no solo por las paredes de la habitación, sino por las ruinas de su propio poder. Weber le puso una mano en el hombro, un gesto pesado, silencioso. No había palabras. No quedaban notas que pudieran afinar ese dolor.


ZONA DE DESEMBARCO PRINCIPAL, NOCTARA DE BERLÍN

El transporte blindado finalmente se detuvo con un siseo neumático, el final de su largo viaje fúnebre. La rampa descendió, inundando el oscuro interior con la luz fría y burocrática del hangar principal de la Orquesta. Los supervivientes parpadearon, como criaturas de la noche expulsadas a un sol que no deseaban.

Esperaban… algo. No una bienvenida heroica, no una multitud vitoreando. Eran demasiado viejos para esos cuentos de hadas. Pero quizás esperaban camaradas, médicos, un atisbo de orden en medio del caos que traían de vuelta.

En su lugar, encontraron un muro.

Un muro de uniformes negros. Decenas de agentes de la Tonstaffel, formados en una disciplina perfecta y aterradora. Sus cascos sin rostro reflejaban la luz, ocultando cualquier atisbo de humanidad. Sus rifles Pacificadores estaban en posición de descanso, pero su mera presencia era una amenaza latente, una promesa de silencio forzado. No eran un comité de bienvenida. Eran una fuerza de ocupación en su propia casa.

Y de pie frente a ellos, observando la escena con una calma analítica que era más intimidante que cualquier grito, estaba Argent Volker. Su uniforme estaba impecable. Su expresión, indescifrable. Ya no era el aliado reacio de la batalla, ni el traidor redimido. Había asumido su nuevo papel: el supervisor, la encarnación de la nueva y fría lógica de la Casa Volker.

Él no dio las órdenes. No necesitaba hacerlo. Un comandante de la TS dio un paso adelante, su voz modulada por su casco, desprovista de toda emoción.