“Trono Vacío”


El silencio, después de la Ascensión Dorada, no trajo la paz. Trajo una nueva y más profunda clase de miedo. La noticia de la simbiosis de la Sonata Pura con el Supresor Orbital Mozart llegó a los niveles más altos del Alto Mando de Berlín no como un informe de batalla, sino como el anuncio del fin de una era. Un terremoto silencioso que sacudió los cimientos mismos de su poder, de su fe en la tecnología, de su control sobre el mundo.

Y en una habitación blanca y solitaria en el ala médica, Elric Damonth escuchó la noticia y lo entendió todo.

Estaba de pie, su cuerpo un mapa de vendas y cicatrices recientes, apoyándose en la pared para no caer. Aún no se le permitía salir, pero la quietud forzada le había dado tiempo para pensar, para conectar los hilos, para escuchar la melodía oculta tras el ruido de la guerra. Había seguido los informes fragmentados de Roma a través de canales no oficiales, cada actualización una nueva pieza en un rompecabezas aterrador.

El Cántico. La purga en los archivos. La carrera por la Sonata Pura. El ascenso. Y ahora, esto. El arma, la partitura de reescritura de los Volker, ahora estaba completa. Perfectamente afinada con el catalizador de la Sonata Pura y alojada en el instrumento de ejecución más poderoso jamás creado por el hombre: un Supresor Orbital.

El "Silenciamiento" de Roma no había sido el ataque final. Había sido la Fase Uno. El ensayo. Ahora, con el arma cargada y apuntando, estaban listos para el concierto. Una purga selectiva, limpia y absoluta de cada Compositor, de cada Soundbringer, de cada anomalía que no encajara en la visión de un mundo perfectamente afinado y silencioso.

Era la jugada final.

Y en ese instante de terrible claridad, algo dentro de Elric se rompió. No fue el dolor de sus heridas. Fue la paciencia. La calma del sanador. El estoicismo del Ancla.

Su puño se estrelló contra la pared.

El impacto no fue un sonido sordo. Fue un BOOM que resonó por todo el ala médica, una nota de pura y desenfrenada furia que hizo vibrar el suelo y silenció los murmullos de los heridos. Fue el sonido de un hombre que había soportado demasiado, que había perdido demasiado, que finalmente se negaba a seguir siendo una pieza pasiva en el juego de otro. Por primera vez en quince años, Elric Damonth estaba verdadera, profunda y absolutamente enfadado.

Ignoró el dolor punzante en sus nudillos, ahora ensangrentados. Se arrancó las vías intravenosas, ignoró los gritos de una enfermera que entró corriendo. Caminó, cojeando pero con una velocidad febril, hacia su casillero. Se vistió. No con el pijama del hospital. Con el uniforme negro de Magister Mayor. Estaba arrugado, manchado de la sangre de Roma, pero al ponérselo, sintió que se ponía de nuevo su propia piel.

El viaje a través de los corredores del Comité de Defensa fue una marcha de guerra. El sonido de sus botas desiguales sobre el mármol pulido era un tambor furioso. Los Compositores y el personal que se cruzaban con él se apartaban, sus ojos abiertos por la sorpresa y el miedo. Veían su rostro, una máscara de determinación helada, veían la furia contenida en sus hombros. No veían al sanador. Veían a un verdugo.

Llegó a las puertas del ala del Alto Mando. Dos guardias de élite, jóvenes que probablemente lo idolatraban, le bloquearon el paso.

«Magister Damonth… Señor, no tiene autorización para…».

Elric no se detuvo. No discutió. Simplemente empujó a uno de ellos a un lado con una fuerza que el joven no esperaba. El guardia tropezó y cayó al suelo. Elric ni siquiera lo miró. Abrió las enormes puertas de doble hoja de un portazo que retumbó como un trueno.

Y entró en la guarida del león.

«¡Suficiente!», rugió, su voz llenando la vasta y silenciosa oficina. «¡Suficiente de observar el fin del mundo desde la cima de tu castillo, Lysithea!».

La Directora estaba sentada en su escritorio. No en una consola holográfica de mando, sino en un escritorio de madera convencional, oscuro y antiguo. A su lado, una pila de documentos físicos, de informes encuadernados, se alzaba como una torre de malas noticias. Levantó la vista de los papeles. Su rostro estaba tan neutro e impasible como siempre, pero bajo sus ojos había un matiz de un agotamiento tan profundo que parecía tallado en hueso. Ella también, a su manera, había estado librando una guerra. Una guerra contra la incertidumbre.