La paz que cayó sobre Nueva Babilonia después de la tragedia de Roma no era una paz de alivio, sino una de contención. Era el silencio tenso de una sala de interrogatorios, el de una tumba recién sellada. El Cántico Cismático se había apagado, los Serafines y los Penitentes se habían desvanecido, pero la herida que habían abierto en el alma de la ciudad supuraba bajo la superficie. Y en esa herida, la Casa Volker plantó la semilla de una nueva y más sutil forma de guerra.
La transmisión comenzó a las 09:00, hora de Berlín. Puntual. Eficiente. Inevitable. En cada pantalla holográfica, desde los lujosos salones del Comité Administrativo hasta las humildes terminales públicas de los distritos exteriores, apareció el mismo rostro: Freya Volker.
No apareció como la matriarca de la casa más poderosa de la Europa. Apareció como una madre en duelo. Su rostro, normalmente una máscara de fría aristocracia, estaba marcado por una tristeza perfectamente actuada, sus ojos brillando con lágrimas contenidas que ningún actor podría haber imitado tan bien. Llevaba un vestido negro de una elegancia sobria. No hablaba a un electorado; se confesaba a una congregación de afligidos.
«Ciudadanos de Nueva Babilonia… protectores de la última luz de la humanidad», comenzó, su voz una melodía rota de dolor y resolución. «Hoy no les hablo como una líder, sino como una de ustedes. Como alguien cuyo corazón ha sido desgarrado por la tragedia. Hemos sufrido una herida profunda. Una herida infligida no por un enemigo externo, sino por una traición nacida en nuestra propia casa».
Las imágenes de los Serafines desintegrando Compositores y de los Penitentes arrasando Roma parpadearon brevemente a su lado, lo suficiente para reabrir la herida.
«Una tecnología… nuestra tecnología, creada para proteger, para asegurar la paz… fue profanada. Robada y retorcida por un enemigo sin rostro, un falso profeta que se esconde entre nosotros, para cometer un acto de terrorismo ideológico sin precedentes». Hizo una pausa dramática. «Hemos sufrido una violación de nuestra confianza. Hemos perdido a tantos de nuestros valientes protectores, cuya música ahora ha sido… silenciada. Una tragedia para la que no hay palabras, solo un profundo y resonante silencio».
Era una obra de arte. Una sinfonía de manipulación. En cinco minutos, se posicionó como una víctima, desvió toda la culpa hacia un fantasma anónimo y se erigió como la única con el valor para enfrentar la verdad. Anunció una investigación interna a gran escala, prometiendo «arrancar esta cizaña de raíz». Y nombró al único hombre que, según ella, poseía la integridad y la lógica fría para dirigirla, un hombre que entendía el dolor de la familia desde dentro: su propio hermano, Argent Volker.
En ese mismo momento, en una suite en el pináculo de la Torre Volker, una jaula de oro con vistas a toda la ciudad, Argent observaba la transmisión en una pantalla de pared. Freya lo contactó por un canal privado tan pronto como terminó.
«¿Una actuación convincente?», dijo su voz, despojada de toda emoción.
«Digna de Teatro», respondió él, su tono igualmente frío. «Asumo que este circo tiene un propósito más allá de tu mera autopreservación».
«El propósito es restaurar el orden. Nuestro orden. El Comité de Defensa está en caos, los cargos están divididos, y la población está aterrorizada. Necesitan un pastor. Tú dirigirás esta ‘investigación’. Encontrarás un chivo expiatorio conveniente, quizás algún oficial del Supresor con conexiones dudosas. Demostrarás la competencia y la integridad de nuestra casa. Limpiarás nuestro nombre».
Argent vio la trampa con una claridad cristalina. Era un peón en la partida de su hermana, su reputación, la que él mismo había manchado con su traición en Roma, ahora sería la herramienta para reconstruir la de ella. Pero sabía que negarse era un suicidio político. Sería admitir su traición o aceptar una vida de irrelevancia dorada en esa torre. Era su única jugada. La única forma de volver al tablero.
«Acepto», dijo. Y en esa única palabra, la paz se rompió, y el verdadero estado de sitio comenzó.
La purga no fue ruidosa. Fue silenciosa, burocrática y absolutamente letal. Con plenos poderes del Comité Administrativo, Argent desató a la Tonstaffel. Pero no como investigadores. Como cirujanos, extirpando cualquier tejido que pudiera volverse canceroso.
Un técnico jefe de mantenimiento del Supresor Mozart, un hombre que llevaba veinte años en su puesto y conocía cada línea de su código, recibió una notificación de ‘promoción urgente a un puesto de supervisión en la Noctara de Praga’. Su familia celebró. El transporte partió. El técnico nunca llegó.
Un diplomático de bajo nivel que había gestionado los permisos de construcción para un ‘proyecto de renovación de catacumbas’ en el Distrito 78 fue visitado en su casa una noche. Dos hombres de negro, educados y silenciosos, entraron. Bebieron su té. Y cuando se fueron, todos los archivos digitales y físicos de sus últimos dos años de trabajo habían sido borrados con una eficiencia que desafiaba la física de la recuperación de datos.
En los propios pasillos de la Orquesta, la atmósfera se había vuelto venenosa. La segregación había creado dos castas. Los "Sónicos", un puñado de veteranos cuya experiencia aún era necesaria, se movían por los cuarteles con una mezcla de arrogancia de superviviente y el temor constante de que pudieran ser los siguientes en perder su don. Eran valiosos, pero también eran anomalías. Eran sospechosos. Y los "Silenciados", la gran mayoría, eran fantasmas. Despojados de sus rangos, vagaban por los pasillos médicos o eran confinados en sus cuartos, sus instrumentos guardados bajo llave, como si fueran la prueba de un crimen. La camaradería se había roto. Un Sónico miraba a un Silenciado y veía un recordatorio de su propia vulnerabilidad. Un Silenciado miraba a un Sónico y sentía una punzada de amarga envidia y profunda desconfianza. Las conversaciones se detenían. Las miradas se desviaban. La guerra no los había fracturado. La paz los estaba destrozando.