“Credo de Óxido y Sangre”


La calma que siguió a la tormenta era casi más inquietante que el caos mismo. Frente a la Catedral Armónica, Scarlatti contemplaba la monumental estructura. A la luz del sol artificial de KAIROS, hoy parcialmente nublado, su belleza era innegable, casi divina. Pero ahora, esa belleza estaba manchada. Sabía lo que se ocultaba tras el mármol y los vitrales, la disonancia de una fe tan pura que se había vuelto tóxica. No había mucho que hacer más que esperar. Elric, Argent, Weber y Brenna habían partido hacia el Comité de Investigación hacía horas, dejando tras de sí un vacío de autoridad que Fékio sentía como una responsabilidad tangible sobre sus hombros. Observaba a los Compositores moverse con una eficiencia fatigada, algunos investigando las calles ahora silenciosas, otros atendiendo a los supervivientes que aún miraban a la nada. Él, por su parte, acariciaba la funda del Sacro Elène, como si buscara consuelo en el legado de su madera y metal.

Sintió una presencia a su lado. Era Liesel. No dijo nada, simplemente se paró a su lado, sus ojos avellana fijos en la misma catedral, perdidos en la misma memoria reciente.

Fékio notó su quietud y se giró. A pesar de su esfuerzo por mantener la compostura, aún había un temblor residual en sus manos. Al sentir su mirada, ella se sobresaltó, un destello de pánico en sus ojos. Movió las manos en un gesto torpe y apresurado, una especie de disculpa silenciosa por haber invadido su espacio.

Él la observó un instante. Luego, algo inesperado de él. Una risa. No fue grande ni ruidosa, sino un sonido pequeño y genuino que pareció sorprenderlo a él tanto como a ella. «¿Te sientes mejor?», preguntó, su voz desprovista de la solemnidad de un Magister.

Liesel parpadeó, confundida por ese gesto tan humano. Y entonces, ella también sonrió, una sonrisa frágil pero real. Se rio un poco, y en ese momento, una oleada familiar de pensamientos desordenados y jubilosos resonó en la mente de Fékio.

«¡Se ha reído! ¡De verdad! ¡Y tiene una sonrisa increíblemente cálida para alguien que lleva el peso de un mundo roto sobre sus hombros! ¡Es como ver un destello de sol después de una tormenta sin fin...!»

El eco mental la sobresaltó a ella también, y se llevó una mano a la boca, avergonzada. Pero esta vez, el pensamiento no irritó a Fékio. Casi lo alegró. Era una señal. Una señal de que el silencio que el Serafín casi les impone no había ganado.

«Veo que estás volviendo a tu frecuencia habitual», comentó Franz, acercándose con una bandeja de raciones de campo. Se sentó con ellos en los escalones, mordiendo un trozo de proteína sintetizada con un apetito de alguien que lleva despierto demasiado tiempo. «¿Cómo va todo por aquí?».

«Más tranquilo», respondió Fékio. «Esperando que el equipo de la brecha regrese. Con suerte, tendrán alguna respuesta». Le dirigió una mirada a Franz. «¿Y el campamento?».

«También esperamos. Sin movimientos anómalos desde el amanecer. Creo que tienen razón, Magister. Esto es un evento controlado. Han bajado el volumen... por ahora. El informe que envié sugiere expandir la vigilancia. No creo que esto se limite solo a los seguidores de El Coro».

Fékio asintió, sombrío. «Estoy de acuerdo. ¿Algún distrito en particular?».

Liesel se inclinó, expectante.

«El Distrito 78», dijo Franz tras masticar. «El análisis preliminar de las frecuencias residuales de anoche mostró una resonancia armónica, una ‘contra-melodía’ de la misma fuente. Débil, pero presente. Viene de allí».

«78… el número es alto. Es zona industrial, ¿no?», preguntó Fékio.

«Seguro lo conocerás como la antigua Berlín Oriental. Barrios industriales. La población con los índices de aprobación más bajos de toda la Noctara, incluso para los ricachones. Un lugar donde el orden de Nueva Babilonia no llega», explicó Franz. «Y es el mayor bastión de la Iglesia Antigua aquí».

El cambio de escenario era tan abrupto como un cambio de clave no preparado. Dejaron atrás la belleza arquitectónica de los distritos centrales y caminaron por las calles convencionales, un tapiz de vida ordenada y controlada. Civiles comprando, estudiantes riendo en las cafeterías. Un espejismo de normalidad. Pero a medida que se adentraban en las zonas de numeración más alta, el espejismo se desvanecía. Los edificios perdían su elegancia. Las calles, su limpieza. Y la gente, su presencia.

Para cuando cruzaron la frontera invisible del Distrito 78, estaban solos.