La multitud del comedor se dispersó como un acorde resuelto, dejando atrás un eco de conversaciones a medio terminar y el aroma a comida de verdad. Fékio se despidió de Liesel y Franz con un breve asentimiento, una promesa silenciosa de que volvería a buscarlos, quizás para escuchar más de esa extraña y honesta disonancia. Salió al pasillo, uniéndose a la corriente de uniformes que fluían hacia sus respectivos destinos.
A través de los enormes ventanales panorámicos del Comité, el cielo artificial de KAIROS ofrecía su espectáculo programado. Era una obra maestra de la mentira: un atardecer de tonos rojizos y violetas que pintaba las torres de la lejana Berlín, prometiendo una serenidad que la ciudad no había conocido en generaciones. Una calma perfecta. Impuesta.
«Una pieza visual admirable. Aunque carente de alma», sonó una voz a su lado. Era Argent, quien había aparecido con la silenciosa inevitabilidad de un algoritmo.
«No sabía que apreciara el arte, Administrador», respondió Fékio, sin detener su paso.
«No lo hago. Aprecio la eficiencia. Un atardecer como este reduce los niveles de ansiedad en los distritos civiles en un 7.3%. Es una herramienta, no una obra de arte», replicó Argent, ajustándose una de sus mangas.
«Por cierto, ¿cómo lograste escapar de la investigadora Brenna? ¿No te había empalado con una llave inglesa?». Preguntó Fékio.
«Tuve que fingir un interés repentino en los protocolos de mantenimiento de su motocicleta. Se aburrió y me dejó ir». Respondió Argent.
Fékio esbozó algo que podría haber sido una sonrisa. «La próxima vez, prueba a mencionar el presupuesto. Suele funcionar más rápido».
Argent se detuvo un instante. «¿Vas a verlo? A él».
Fékio asintió. «Sí. Hoy es… el día».
«Entiendo. Mándele mis… saludos», dijo Argent, y la palabra "saludos" sonó extraña, casi forzada en sus labios. «Dígale que el Comité sigue en pie, a pesar de sus métodos sentimentales». Y con eso, desapareció en otro pasillo, como una sombra absorbida por la burocracia.
El viaje a través de Berlín era un paseo por un cementerio bellamente conservado. Fékio, ahora con una gabardina civil sobre su uniforme, caminaba por las calles adoquinadas. Algunas zonas conservaban la grandeza arquitectónica de antaño, edificios de piedra cuyas fachadas parecían recordar un tiempo de reyes y óperas. Otras áreas eran puramente funcionales, construidas con la fría lógica de la Nueva Babilonia: líneas limpias, metal y cristal. Pero había vida. Familias paseando con sus perros de razas recuperadas, jóvenes Compositores riendo en los cafés, niños jugando en las plazas. Este era el orden por el que luchaban, el tener derecho a un buen día, un buen café, una buena charla. La frágil paz construida sobre la memoria de una guerra que la mayoría de los habitantes nunca habían sentido.
Se desvió hacia una zona residencial más tranquila. Se ajustó la bufanda de lana para protegerse del frío artificial que comenzaba a emanar de los sistemas climáticos. Finalmente, se detuvo frente a un edificio de apartamentos, no imponente, pero sí elegante. Ventanas amplias y una puerta de madera que parecía irradiar calidez. Una anomalía en la estética estéril del resto de la ciudad.
Tomó el ascensor hasta el gran ático. El pasillo era amplio, alfombrado. Se detuvo frente a la última puerta, la única sin un número, solo una pequeña clave de sol grabada en la madera. Por un momento, simplemente apreció la puerta, el simple hecho de que existiera. Luego, tocó.
«¡Ya voy!», se escuchó una voz femenina desde dentro, seguida por el sonido de algo cayendo y una risa suave.
Unos segundos después, la puerta se abrió. Una mujer de cabello rojo desordenado, con un delantal cubierto de harina y una mancha de crema pastelera en la mejilla, le sonrió. Sus ojos, aunque marcados por una fatiga que ninguna tecnología podía borrar, brillaban con una calidez genuina.
«Fékio. Sabía que vendrías», dijo, haciéndose a un lado para dejarlo pasar. «Te estábamos esperando. Él está en el balcón, como siempre».