No hay sonido más ensordecedor que el de un millar de silencios juntos.
El hangar principal del Comité de Defensa, normalmente un espacio de una eficiencia ruidosa, lleno del eco de las botas y las órdenes, ahora era una catedral de quietud expectante. Era el lugar más grande de la sede, un vasto vientre de hormigón, pero ni siquiera su inmensidad parecía suficiente para contener la tensión acumulada. Más de un millar de Compositores, berlinenses y los supervivientes de Roma, se habían reunido allí. No en una formación militar perfecta, sino en grupos apretados, hombro con hombro, como una congregación esperando un juicio o una revelación. "Silenciados" y "Sónicos" estaban mezclados, su segregación anterior ahora irrelevante ante la magnitud de la crisis que los había convocado.
Weber y Brenna, recién llegados de la inútil carrera, se abrían paso entre la multitud, Weber, con la calma imperturbable de un rompehielos, y su lado, Brenna se dejaba guiar, un gesto inusualmente pasivo para ella. Aún estaba aturdida por los eventos en los archivos, su mente procesando la doble traición: la de los Volker y la del sistema mismo que juró defender. Su furia, normalmente una hoguera rugiente, ahora era una brasa fría y peligrosa. Enzo caminaba a su lado, sus ojos agudos recorriendo la multitud, analizando el ambiente, el lenguaje corporal. El carismático León de Roma se había transformado en un general en campo enemigo, evaluando cada rostro.
«Por todos los santos», murmuró Enzo, su voz un susurro grave. «Es todo lo que queda. La fuerza de defensa entera de las Noctaras Centrales, metida en un hangar. Y la mayoría de ellos no pueden ni afinar una guitarra».
«Quizás no sea la música lo que se necesite hoy», replicó Weber, su mirada barriendo la sala. «Quizás hoy se necesite… testimonio».
Vieron a Fékio en medio de un grupo de jóvenes Compositores, entre ellos Liesel. Fékio no parecía un líder, ni un Magister. Parecía… un centro de gravedad. Su rostro estaba tranquilo, su postura serena, pero había una nueva solidez en él, una calma forjada en el fuego de su propia y reciente epifanía. Se acercaron a él.
«Fékio», lo saludó Weber. «¿Qué es esto? ¿Una asamblea, un consejo de guerra o el preludio de una ejecución?».
«Creo que es todo lo anterior», respondió Fékio, sus ojos fijos en el podio vacío en el centro del hangar. «Parece que por fin… se van a tomar cartas en el asunto».
En ese preciso instante, como si sus palabras hubieran sido la señal, las luces principales del hangar se atenuaron, y un único y brillante haz de luz iluminó el podio.
Y en ese círculo de luz, apareció una figura. La Directora Lysithea.
Una oleada de conmoción recorrió la multitud. Una aparición pública de la Directora era un evento de una rareza casi mitológica. No era una política; era un concepto, una sombra que movía los hilos. Su presencia aquí era la confirmación de que habían llegado al borde del abismo.
«¡ATENCIÓN!», rugió la voz de Weber, esparciendo el código militar de su rango como si fuera pólvora.
Un millar de cuerpos se cuadraron, un millar de pares de botas golpearon el suelo de hormigón al unísono. El eco de ese saludo militar fue el primer sonido unísono que se había escuchado en Nueva Babilonia desde la catástrofe de Roma.
Artemis permaneció en silencio por un momento, dejando que el peso de su presencia y el del silencio que siguió se asentaran. No miraba a nadie en particular, pero todos sentían el peso de sus ojos sobre ellos.
«Han servido con honor», comenzó, su voz sin modulaciones, proyectada por todo el hangar. No era cálida. No era inspiradora. Era un hecho. «Han enfrentado un enemigo que no comprendían y han pagado un precio incalculable. Han sido traicionados. No por un fallo en nuestra defensa, sino por una corrupción en nuestro propio núcleo». Hizo una pausa. «Las mentiras se han acabado. Hoy, escucharán la verdad. Y después de escucharla… tendrán que tomar una decisión».
Se apartó del atril. «Magister Mayor Damonth».
Elric avanzó desde la penumbra, su uniforme arrugado aún manchado con el polvo de la catacumba, su brazo en un cabestrillo improvisado. No caminaba como un héroe, sino como un mensajero portador de una plaga. Subió al podio, y la mirada de cada hombre y mujer en ese hangar se posó sobre él. Sobre El Ancla. El superviviente. La conciencia viviente de la Orquesta.