“La Cadencia del Engaño”


El sonido de la política era, en muchos aspectos, más peligroso que el de la guerra. Carecía de la honestidad brutal de un ataque sónico; en su lugar, se movía en medias verdades, silencios calculados y propuestas que eran a la vez una solución y una sentencia. Horas después de la inspección de la brecha, se encontraban en la sala de reuniones, un espacio octogonal de cromo y cristal oscuro en el pináculo del Comité de Defensa, la atmósfera era más letal que en cualquier campo de batalla.

«La situación es inaceptable».

La voz de Argent Volker cortó el tenso silencio. No era fuerte, pero poseía una cualidad penetrante, precisa como un bisturí. Se encontraba de pie frente a la mesa holográfica, proyectando imágenes de los horrores de los dos distritos: la perfección etérea de un Serafín suspendido en el aire y la corrupción visceral de un Penitente desgarrando el hormigón. Eran dos pesadillas, presentadas como puntos en un gráfico de datos.

«Tenemos una plaga de origen ideológico que se propaga por dos vectores opuestos. La devoción de El Coro y el rechazo de la Iglesia Antigua. Ambas son, en esencia, insurrecciones contra el orden establecido. La lógica dicta una respuesta unificada y absoluta».

Hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras se asentara en los otros ocupantes de la sala: Elric, Weber, y una Brenna inusualmente silenciosa que observaba todo con una intensidad depredadora. Varios Compositores de alto rango escuchaban desde los bordes de la sala, sus rostros impasibles y murmullos letales.

«Mi propuesta es simple y se basa en tres pilares», continuó Argent, sus dedos manipulando la interfaz holográfica. «Primero: Monitoreo Sonático Total. Implementación de sensores pasivos en todos los distritos residenciales para detectar las primeras fluctuaciones del ‘Cántico Cismático’ en ciudadanos susceptibles. Segundo: Restricción de prácticas religiosas a gran escala. Todas las congregaciones masivas quedan suspendidas hasta que la naturaleza de la amenaza memética sea completamente comprendida. Y tercero…».

Apareció la imagen de un soldado de la Tonstaffel portando un rifle largo y elegante, no muy diferente al Aphon de Argent.

«…el despliegue preventivo de unidades equipadas con Pacificadores de nueva generación en los distritos de alto riesgo. No para atacar, sino para… imponer calma. Para silenciar la disonancia antes de que se convierta en una melodía mortal».

Elric, que había permanecido sentado y en silencio hasta ese momento, finalmente habló. Su voz, aunque tranquila, llenó la sala.

«¿Imponer calma, Administrador? O imponer silencio. Hay una diferencia fundamental».

Argent se giró hacia él. El conflicto entre ambos era casi palpable, una disonancia ideológica que llevaba años resonando.

«Magister Damonth», dijo Argent con una formalidad helada. «La ‘calma’ es el resultado deseado. El ‘silencio’ es el método. No podemos permitirnos la sutileza cuando la estructura misma de nuestra sociedad está siendo desafinada».

«¿Y qué cree que sucederá cuando comience a vigilar los pensamientos de cada ciudadano, a prohibirles sus creencias y a apostar soldados armados con tecnología del silencio en sus calles?», replicó Elric, levantándose. «Les dará exactamente lo que buscan los extremistas: un enemigo. Un tirano. Alimentará su fervor. La opresión es el mejor catalizador para el fanatismo. Su solución no extinguirá el fuego, lo convertirá en un incendio forestal».

El choque de voluntades era absoluto. La lógica fría de Argent, que veía a la humanidad como un sistema que debía ser regulado, contra la empatía cansada de Elric, que la veía como una sinfonía imperfecta que debía ser entendida, no silenciada.

La reunión terminó sin una resolución clara, pero con una victoria tácita para Argent. El miedo era una herramienta poderosa, y el Alto Mando estaba asustado. Se aprobó la moción para "considerar" sus propuestas. Elric sabía lo que eso significaba. Era el primer paso.

Horas más tarde, en el lugar menos vigilado y más olvidado del Comité de Defensa —los archivos físicos sub-nivel Z—, el verdadero trabajo comenzó.

Elric, Weber y Brenna se movían entre hileras interminables de estanterías metálicas. El aire olía a papel viejo, a ozono de los sistemas de conservación y a secretos. Aquí abajo no había hologramas ni interfaces táctiles. Solo el peso tangible de la historia, registrada en documentos que el Comité consideraba demasiado peligrosos o demasiado irrelevantes para digitalizar.