Tick.
El espacio era blanco, infinito, estéril. No había arriba ni abajo. Solo un metrónomo suspendido en el centro de la nada, su péndulo oscilando con una precisión inalterable.
Tick.
Marcaba un ritmo. Constante. La única verdad en ese vacío existencial.
Tock.
Se hizo más rápido.
Tick-tock-tick-tock.
Más ruidoso. El sonido ya no era madera contra aire; era metal contra hueso. Un eco que se retorcía, volviéndose agudo, penetrante, como una aguja clavándose directamente en el tímpano del alma.
TICK-TOCK-TICKTOCKTICKTOCK...
Fékio despertó de golpe. La habitación estaba sumida en la penumbra programada de las 02:17 AM. No había sido una siesta por holgazanería; el trabajo de un Magister en Berlín rara vez coincidía con el ciclo de un sol artificial. El Comité nunca dormía, y, por extensión, ellos tampoco.
Se levantó de la silla reclinable de su pequeño despacho, estirando los músculos entumecidos. Echó un vistazo al reloj. Aún faltaba para la hora de reunión, pero la costumbre de la anticipación estaba grabada en él como una cicatriz. Se vistió su uniforme con la eficiencia mecánica de quien ha repetido el mismo ritual mil veces.
Salió al pasillo. Los cuarteles a estas horas eran un fantasma de sí mismos. Silenciosos, fríos. Solo unos pocos Compositores se movían por los corredores, sus rostros iluminados por el brillo azulado de sus tabletas, sus pasos resonando como notas solitarias en una composición inacabada.
Al entrar en la sala de la Orquesta, la escena era una extraña mezcla de calma y caos contenido. Lo primero que vio fue a Brenna, completamente dormida en un sofá que no debería estar allí, con la boca ligeramente abierta, un hilo de baba en la comisura y roncando suavemente como una pequeña bestia satisfecha. Argent, por otro lado, estaba de pie, ya medio vestido, ajustando los sensores de su lanza Aphon con una precisión casi robótica. Parecía medio dormido, pero sus movimientos eran impecables. Fékio, en cambio, se sentía completamente despierto, una vieja costumbre forjada en noches de vigilancia y pérdidas irreparables.
En una esquina, apoyado contra la pared, había una nueva presencia. Un hombre de mediana edad, de cabello entrecano y una barba perfectamente recortada, limpiaba una parte de su arma de cristal con un paño de seda. Su uniforme era el de un Magister de alto rango, pero estaba desgastado en los codos, como el de alguien que había pasado más tiempo en el campo que en los despachos.
«Weber. Has vuelto», dijo Fékio, asintiendo.
«Scarlatti», respondió el Señor Weber, su voz grave y con un deje de cansancio. «Ámsterdam es más ruidoso de lo que recordaba. Demasiadas monarquías jugando a ser imperios».
«Bienvenido de vuelta», dijo Argent sin levantar la vista. «Esperamos que sus ‘vacaciones’ fueran… productivas».