La pregunta quedó suspendida en el aire del hangar, resonando en el vasto silencio. ¿Cómo luchamos contra el cielo? Era la pregunta de un hombre derrotado, el epitafio de una fuerza de combate que había perdido su alma. La desesperación era una plaga, y en ese instante, infectó a todos. Mil pares de hombros se hundieron, mil miradas se perdieron en el suelo de hormigón. La guerra, para ellos, había terminado antes de comenzar.
Y en ese silencio absoluto, otra voz nació. Imperturable. Resonante. Cargada con el peso de la ley misma.
«Luchar contra el cielo, dices. Una pregunta bastante metafórica».
El sonido de unas botas pesadas, medidas y deliberadas, se acercó desde la penumbra en la periferia del podio. La multitud se apartó instintivamente, no por orden, sino por un respeto primordial, casi temeroso. Una figura alta, envuelta en las túnicas negras del Comité Administrativo y del Juicio, emergió a la luz. Su rostro era un estudio de severidad granítica, sus ojos, pozos de una certeza inquebrantable.
Murmullos recorrieron el hangar. La presencia de Artemis y Elric ya era un evento sin precedentes. La de Minos, el Arcante que rara vez abandonaba las cámaras del Consejo, era el equivalente a una deidad descendiendo de su montaña. Se paró junto a Artemis y Elric en el podio, no como un subordinado, sino como una autoridad igual. Los tres pilares de Nueva Babilonia, juntos por primera y quizás última vez.
«El enemigo no está en nuestros cielos, caballeros», declaró Minos, y su voz no necesitó amplificación para llenar cada rincón del vasto espacio. Era un veredicto. «Está en nuestros salones. Está en nuestras torres. Se sienta en nuestros consejos y firma decretos con una pluma manchada de la sangre de nuestros camaradas. No luchamos contra un concepto. Luchamos contra una tiranía. Y vamos a defender la integridad de esta república, la vida de las personas que han encontrado refugio bajo nuestra protección, y el recuerdo de cada hombre y mujer que dio su vida por preservar la llama de la humanidad. Cueste…», hizo una pausa, su mirada barriendo a cada hombre y mujer presente, «…lo que cueste».
Metió una mano en el interior de su túnica y sacó, no un arma, sino un libro. Era viejo, de tapas de cuero ajadas y páginas amarillentas. La multitud lo miró, perpleja.
«Nuestra fuerza no residía en la Sonata, Compositores. Reside en el Pacto. En las leyes que nos definen como una sociedad, no como una manada». Pasó las páginas con una reverencia que nadie le había visto mostrar jamás. «Y una ley que permite su propia destrucción… es una ley fallida».
Se detuvo en una página, sus ojos plateados leyendo el texto antiguo. «Citando a Jean-Jacques Rousseau. Los principios de los hombres que vinieron antes del Silencio y de la Sonata. Ellos entendían algo que parece que hemos olvidado: que el poder sin control es el preludio de la tiranía». Alzó la vista. «Quebrantamiento del Contrato Social: ‘Nosotros, el pueblo y los soldados, cedemos ciertas libertades al Estado a cambio de protección y justicia. Pero cuando el Estado mismo se convierte en la amenaza, cuando usa su poder no para proteger, sino para purgar, ese contrato se rompe. El poder, por tanto, vuelve a su origen. Vuelve a nosotros’. Nos quitaron nuestra propiedad más fundamental: nuestra propia naturaleza. Sin juicio. Sin compensación». Miró directamente a los ojos de un veterano de la primera fila. «Y ahora se preparan para quitarnos la vida».
Cerró el libro de golpe. El sonido fue como el de la puerta de una celda cerrándose. «La rebelión contra una autoridad que viola su propio pacto fundamental no es un acto de traición. Es el más alto deber de un ciudadano».
A su lado, Artemis dio un paso adelante. «En virtud de la autoridad que me confiere la Carta de Nueva Babilonia, y en concordancia con el veredicto del Arcante del Juicio», declaró con una frialdad absoluta, «la facción de la Casa Volker liderada por Freya Volker es designada como amenaza existencial de Nivel Alfa. El Comité de Defensa queda autorizado, por la presente, a emplear todos los medios necesarios para neutralizar esta amenaza. Declaro al Comité de Defensa Central y a sus aliados en legítima rebeldía contra el control administrativo actual».
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. La rebelión. Guerra civil. Estaba dicho. Era oficial. Pero en lugar de una ovación, la duda se apoderó de la multitud. La incertidumbre. ¿Rebelarse? ¿Ellos? ¿Los Silenciados? ¿Con qué? ¿Con recuerdos?
Se escucharon pequeños quejidos de molestia cuando una figura se abrió paso entre la multitud. Fékio. Subió al podio, su rostro joven pero sus ojos viejos.
Habló. Su voz no era la de un líder carismático, ni la de un general inspirador. Era la de un hombre roto.
«Nos quitaron nuestra música», comenzó, y el silencio en el hangar se volvió absoluto. «Ayer, yo era un Magister. Ayer, podía sentir la canción de mi madre en la madera de mi instrumento. Descubrí… descubrí mi propia firma en las ruinas de Roma. Por un instante… sentí que era completo. Y luego… me lo arrebataron. Nos lo arrebataron a todos».
Miró a sus compañeros, a los rostros de los Silenciados. «Nos dicen que ya no somos Compositores. Nos dicen que somos inútiles. Nos encierran, nos analizan, nos miran con lástima. Y ahora… ¿nos piden que luchemos? ¿Con qué? ¿Con las manos vacías?». La desesperación en la pregunta resonó en cada alma presente.
«Sí», dijo, y su voz se endureció, se llenó de un fuego que nadie le había visto antes. «Sí. Lucharemos con las manos vacías. Porque nuestro valor nunca estuvo en la Sonata. Nuestro juramento no lo hicimos a la música, ¡lo hicimos a la gente que protegemos con ella! Mi madre no luchaba solo con un contrabajo. Luchaba con su convicción. El Magister Damonth no sobrevivió en París con la Sonata que tiene hoy. Franz Richter…», su voz se quebró por un instante. «Mi amigo no murió porque su instrumento fuera poderoso. Murió porque su deber era más fuerte que su miedo. Eso… eso no nos lo pueden quitar».