“Evangelio de Disonancia Sagrada”


Para un hombre sin música, el silencio debería haber sido una bendición. Pero para Fékio Scarlatti, ahora un simple "civil en recuperación", el silencio de Nueva Babilonia era una tortura. Era un recordatorio constante de su inutilidad, del Réquiem que había probado solo por un instante antes de que le fuera arrancado. La impotencia era un veneno que se filtraba en sus huesos, y sabía que si no encontraba un antídoto, lo consumiría por completo.

La lógica le decía que la respuesta estaba en la ciencia, en los informes del Comité, en un antídoto que algún técnico anónimo eventualmente sintetizaría. Pero su instinto, esa parte de él forjada en la batalla y en el sacrificio, le susurraba una verdad diferente. El "Silenciamiento" no había sido una simple arma; había sido un acto de fe pervertido. Y para entender una herejía, uno debía hablar con sus profetas.

Huir del ala médica de cuarentena fue sorprendentemente fácil. A nadie le importaba un Compositor "Silenciado". Eran fantasmas, notas irrelevantes en la nueva partitura de Berlín. Consiguió un pase de bajo nivel usando su viejo rango de Magister, una última cortesía burocrática antes de que su expediente fuera archivado definitivamente. Y así, emprendió su propio y desesperado peregrinaje.

El Distrito del Coro, un viejo recuerdo como si hubieran pasado años.

El lugar, que antes de la masacre de Roma había sido un remanso de belleza y serenidad, era ahora una jaula dorada bajo estricta cuarentena de la Tonstaffel. La atmósfera de paz no había desaparecido; se había intensificado, volviéndose opresiva, casi nauseabunda. La perfección armónica de las calles, la simetría de los jardines, el canto de los pájaros mecánicos... todo parecía ahora una mentira, la sonrisa de un cadáver. Los pocos civiles que se atrevían a salir a la calle se movían con la lentitud de los sonámbulos, sus rostros iluminados por una serenidad vacía. Habían presenciado un milagro terrible, y una parte de ellos nunca había regresado.

Fékio caminó por esas calles silenciosas, un disonante en una sinfonía perfecta, hasta llegar a su destino: la imponente Catedral Armónica. Las puertas estaban abiertas. Y el sonido que emanaba de su interior no era el de una oración. Era el de una única y sostenida nota de órgano, una nota tan pura que parecía limpiar el aire a su alrededor.

Entró. La Monja estaba sentada frente al monumental Órgano Wanamaker, sus dedos danzando sobre el teclado de marfil, aunque solo una nota resonaba. No se giró al sentir su presencia. Sabía que vendría.

«Has vuelto, niño roto», dijo, su voz fundiéndose con la nota del órgano. «Has venido a pedirle a una sacerdotisa que te devuelva la fe que la ciencia te ha robado. Qué deliciosamente irónico».

Fékio se acercó, sus pasos resonando con una dureza profana en la sagrada acústica. «No he venido a rezar. He venido a entender», respondió, su voz más firme de lo que se sentía. «El Cántico Cismático. El Silenciamiento. ¿Qué era? ¿Un arma? ¿Una enfermedad?».

Dama Dirosse finalmente dejó de tocar. El silencio que siguió fue atronador. Se giró en el banco, y sus ojos, que en su primer encuentro estaban llenos de una serena devoción, ahora ardían con el fuego de una profeta que ha visto el rostro de su dios.

«¿Arma? ¿Enfermedad?», se echó a reír, un sonido como campanillas de cristal en un mausoleo. «Qué vocabulario tan... limitado. Lo que presenciaste, Fékio Scarlatti, no fue una anomalía. Fue una revelación. Fue el sonido del alma humana liberándose de la prisión de su carne imperfecta».

Se levantó y caminó hacia él, sus movimientos fluidos, casi espectrales. «Buscas una cura, una respuesta científica. Buscas una frecuencia inversa, un contra-pulso. Crees que tu música perdida es una puerta que se ha cerrado y que necesitas encontrar la llave correcta para volver a abrirla». Se detuvo frente a él, su rostro a escasos centímetros del suyo. «Pobre y ciego niño. No has perdido una llave. Has perdido la capacidad de ver la cerradura».

Fékio se sintió atrapado, no por una amenaza física, sino por la pura fuerza de su convicción. Era una gravedad ideológica de la que no podía escapar.

«Pero… podría curarse. Podríamos revertirlo», insistió él, la voz de la razón luchando contra el misticismo enloquecedor de ella.

«¿Curar? ¿Por qué querrías curar la perfección? ¿Por qué querrías volver a meter a un ángel en una oruga?», preguntó ella. Lo rodeó, como un depredador estudiando a su presa. «El alma humana es música. La Sonata no es una fuerza externa que manipulamos; es el lenguaje de nuestro ser interior. Pero nuestros cuerpos, nuestras mentes, son instrumentos pobres. Distorsionan la canción, la llenan de la disonancia del miedo, la duda, el egoísmo».

Hizo un gesto hacia los vitrales, que mostraban escenas no de santos, sino de patrones armónicos perfectos. «El Cántico era una afinación. Una frecuencia que permitía a las almas más puras, a los verdaderos creyentes, vibrar en su verdadera frecuencia, deshaciéndose del ruido de su existencia física. Se convirtieron en pura canción. Se convirtieron en Serafines. Fue… la ascensión».

Fékio pensó en la gente desintegrada, en los Compositores borrados. «Fue una masacre».