En un distrito en cuarentena, la espera era una forma de tortura. Fékio y su diezmada unidad se habían atrincherado en una de las fábricas abandonadas, creando un perímetro defensivo con los medios que tenían: chatarra, barricadas improvisadas y la resonancia temblorosa de sus instrumentos, siempre preparados. El aire del Distrito 78 seguía siendo pesado, un silencio hostil puntuado por el eco de sus propias respiraciones. El sol artificial de KAIROS había completado su ciclo y ahora proyectaba la luz fría y azulada de la noche sobre el laberinto de óxido y desesperación.
Desde que habían capturado la "última palabra" sónica del Penitente, el distrito había caído en una calma antinatural. Los débiles ecos de otras firmas sonáticas que habían detectado se habían desvanecido, como si la manada esperara una señal. Franz, a pesar de su agotamiento, no dejaba de analizar el paquete de datos corruptos. Era como intentar leer una partitura escrita en un idioma muerto y con la mitad de las notas borradas.
«No hay coherencia», murmuraba, sus ojos enrojecidos fijos en el holograma. «Hay fragmentos de códigos de identificación de la Orquesta, mezclados con lo que parecen ser versículos religiosos distorsionados y secuencias de datos sin procesar. Es… ruido. Un ruido deliberado».
Fékio, a su lado, sentía crecer una impaciencia fría en su interior. Luchar contra monstruos era una cosa. Podías verlos, oírlos, enfrentarlos. Pero luchar contra un misterio, contra un enemigo que se escondía detrás del ruido y el silencio… era otra muy distinta. La incertidumbre lo carcomía. La llamada de Elric era una necesidad, no un simple deseo de respuestas. Sabía que su propia experiencia, la suya en el campo de batalla, era solo la mitad de la historia.
Mientras tanto, a kilómetros de distancia, en la pulcritud clínica de un laboratorio de análisis de datos que Brenna "tomó prestado" del Comité de Investigación, la otra mitad de la historia comenzaba a revelarse.
«Un departamento para el mantenimiento de estructuras religiosas históricas…», dijo Elric, su voz resonando en la sala silenciosa y llena de servidores. «Es el escondite perfecto. ¿Quién iba a sospechar de un presupuesto destinado a reparar iglesias olvidadas?».
Brenna tecleaba con una velocidad frenética, su rostro iluminado por líneas de código que solo ella parecía entender. «El supervisor de logística que identificamos, un tal Marcus, es una fachada. Su firma digital está ligada a casi dos docenas de cuentas offshore, todas con transacciones hacia empresas constructoras de bajo perfil. Y todas estas empresas…», hizo una pausa dramática, «...comparten una sola dirección fiscal. Un holding fantasma llamado ‘Fundaciones Aeterna’».
«Fundado por la Casa Volker, sin duda», supuso Weber.
«No tan simple», respondió Brenna, y una sonrisa depredadora se dibujó en sus labios. «El rastro se enfría ahí. Oficialmente, es una organización caritativa. Pero hay una fuga». Introdujo una nueva secuencia de comandos. En la pantalla holográfica, una transacción destacó en rojo. «Un pago. No desde Aeterna. Hacia Aeterna. Realizado hace seis meses, desde una subsección olvidada del propio presupuesto de la Casa Volker. Un fondo clasificado bajo el nombre ‘Proyecto Midas’».
Elric frunció el ceño. Conocía ese nombre. Era un viejo proyecto archivado de la era de la reconstrucción, destinado a encontrar formas de usar la resonancia sónica para transmutar metales, una quimera tecnológica que nunca llegó a nada. Un fracaso olvidado. O eso pensaban.
«Usaron un proyecto fallido como pantalla para desviar fondos…», razonó Weber. «Astuto».
«Y los fondos», continuó Brenna, siguiendo el rastro con la obsesión de un sabueso, «no fueron a parar a ninguna iglesia registrada. Fueron utilizados para un único y masivo proyecto de construcción. Pagos a proveedores de titanio reforzado, sistemas de filtración sónica, cables de fibra óptica de grado militar…».
La pantalla mostró un mapa del Distrito 78. Un punto concreto comenzó a parpadear.
«La construcción de una nueva catacumba. Justo debajo de la vieja planta de acero, en el corazón del bastión de la Iglesia Antigua en Berlín».
El silencio que siguió fue denso y cargado. La conexión era imposible, una contradicción andante. La Casa Volker, pilar de la lógica, el orden y la tecnología, financiando en secreto la construcción de un santuario subterráneo para la secta más antitecnológica y fanática de toda la Noctara.
«Están jugando a dos bandas», susurró Elric, la monstruosa verdad empezando a tomar forma. «No están apoyando a una facción. Están armando a ambas. Están echando leña a los dos extremos de la hoguera para asegurarse de que todo arda».
Era un acto de una traición tan absoluta, tan nihilista, que costaba comprenderlo. No querían la victoria. Querían el caos.