La decisión estaba tomada. La rebelión había sido legitimada. El Rubicón se había cruzado. Pero entre la palabra y el acto, entre la declaración de guerra y el primer disparo, existe un espacio suspendido en el tiempo. Un silencio lleno de preparativos, de juramentos silenciosos y del tintineo del acero. Y en ese silencio, todo el Comité de Defensa se transformó.
El caos febril de la armería dio paso a un orden disciplinado, casi aterrador. Los Compositores, que minutos antes eran una multitud enojada, volvieron a ser lo que eran en esencia: soldados. Encontraron una nueva armonía, no en la Sonata, sino en la camaradería del peligro compartido. La sede del Comité y el hangar principal se convirtieron en un campamento militar improvisado. Hombres y mujeres limpiando rifles, comprobando los cargadores de los Pacificadores, ayudándose unos a otros a ajustar las correas de los chalecos antibalas. Sus instrumentos musicales, los símbolos de su antiguo poder, estaban ahora apoyados contra las paredes, silenciosos, casi olvidados. Las notas de madera y cuerda habían sido reemplazadas por las de la pólvora y el metal. Era una disonancia visual, hermosa en su tragedia.
Y arriba, en la cima del poder, lejos del ruido de los preparativos, reinaba un silencio diferente. Un silencio de cálculo.
La Directora observaba la actividad febril en el hangar a través de su monitor. No mostraba ni aprobación ni pesar. Simplemente, observaba. Como siempre. Minos estaba a su lado, una estatua de ébano contra el ventanal panorámico, que ahora mostraba un cielo gris y lluvioso. Como si el propio KAIROS estuviera de luto por la guerra civil que estaba a punto de profanar sus calles perfectas.
«Siempre lo tuviste premeditado, ¿no es así, Nahlor?», dijo Artemis, sin apartar la vista de las pantallas. Su voz era tranquila, una simple declaración de un hecho que acababa de comprender.
«Premeditado es un término impreciso, Directora», respondió el Arcante, su voz un murmullo de grava. «Llamémoslo una contención calculada. La ley prevé todos los escenarios, incluso el de su propia fractura. Soy consciente de cada estatuto que se ha violado desde el momento en que Freya Volker susurró la primera mentira sobre el Cántico».
Artemis se giró, una ceja levantada. «Pero las armas… el arsenal de contingencia. Acceder a él, prepararlo… eso lleva tiempo».
«Un tiempo del que he dispuesto», dijo Minos sin emoción. «Desde la caída de Roma. Desde que el Comité se quedó sin su música. Comprendí que esta enfermedad no se curaría con palabras, sino con cirugía. Y la cirugía requiere instrumentos afilados. Localizarlos, requisarlos bajo protocolos de emergencia olvidados y trasladarlos a este hangar ha sido… un ejercicio de logística interesante».
«Y de sigilo», añadió Artemis. Sus ojos se entrecerraron. «El conocimiento táctico para movilizar tal arsenal sin alertar a la TS, la familiaridad con el armamento convencional… no son las habilidades de un simple juez o un burócrata. Son las de un soldado de operaciones especiales».
Hubo un silencio. La lluvia artificial comenzó a golpear el cristal del ventanal, cada gota una nota en la sonata de la guerra que venía.
«Recuerdo un expediente en los archivos profundos», continuó Artemis, su voz ahora peligrosamente suave. «Sobre un joven y prometedor capitán de la Tonstaffel, un especialista en infiltración y tácticas de supresión. Uno de los primeros en probar los Pacificadores originales. Su nombre fue purgado después de un incidente… desastroso. Se le dio un nuevo nombre. Una nueva función. Una vida dedicada a interpretar la ley, quizás para expiar la forma en que una vez la torció».
Minos no respondió. Su silueta contra la ventana lluviosa era un monumento a los secretos que Nueva Babilonia prefería enterrar. Evadió la pregunta con la maestría de un político veterano, cambiando el tempo de la conversación.
«Yo ya he movido mis piezas en este tablero, Directora», dijo, su voz retomando su tono formal. «He dado a la música una espada. He legitimado su rebelión. He cumplido con la letra, y quizás con el espíritu de la Ley». Se giró lentamente, sus ojos plateados encontrando los de ella. «La pregunta, ahora, es ¿qué hará usted? ¿Se quedará aquí, como la estratega en su torre de marfil, observando cómo sus piezas se masacran entre sí? ¿O la Gran Directora del Comité de Defensa barajeará sus propias cartas?».
Artemis no respondió. La pregunta quedó flotando entre ellos, tan pesada como el aire cargado de lluvia. Ella simplemente cogió su taza de café, que había estado enfriándose en su escritorio. Se la bebió de un solo sorbo, largo y amargo.
«Necesito más café».
HANGAR PRINCIPAL. HORA H: -30 MINUTOS.