“Herencia del Silencio”


NOCTARA DE ROMA. PERÍMETRO DEL VATICANO. ZONA DE CUARENTENA “CAESAR”.

El Compositor se llamaba Claude. Una vez fue un virtuoso de la viola en la División de Roma, un hombre cuyo don era tejer complejas contramelodías en medio de la furia de una batalla. Ahora, era un sepulturero. Su viola, silenciosa y agrietada, colgaba inútil a su espalda mientras ayudaba a retirar los escombros cerca de lo que fue el epicentro del "Silenciamiento". La ironía no se le escapaba: un músico que ahora solo podía crear ruido, no melodía.

Roma, bajo el control de los autómatas de Melpómene, se estaba "reconstruyendo" con una eficiencia macabra. Las máquinas, ahora programadas para la logística, retiraban los cadáveres y los cascotes con la misma indiferencia con la que habían luchado. El aire olía a polvo, a ceniza y a una paz impuesta que era más inquietante que la guerra. Él y los otros "Silenciados" de Roma eran ahora una fuerza de trabajo glorificada, su uniforme un recordatorio humillante de un poder que ya no poseían.

El área alrededor del Vaticano era el lugar más desolado de todos. La tierra aquí estaba marcada, no solo por la destrucción física, sino por una fatiga metafísica. El óxido residual de los Penitentes aún manchaba las piedras, negándose a desaparecer, y en las paredes, aún se veían las siluetas blanquecinas y perfectas donde los Serafines habían desintegrado a sus víctimas, cicatrices de santidad. Era un lugar donde dos herejías opuestas habían librado una guerra, dejando atrás solo la evidencia de su mutua aniquilación. Un lugar sin música y sin fe.

Claude se detuvo un momento, secándose el sudor de la frente, y miró hacia la caverna bajo el Vaticano donde todo había terminado. El epicentro. El lugar donde Elric Damonth había intentado sostener el cielo. Sentía una especie de vibración residual, un eco que no era sónico, sino puramente conceptual. Como el calor que queda en el aire después de que un fuego se ha extinguido. Era lo remanente del Acorde de Pureza, la semilla del silencio que había florecido para luego ser cortada de raíz. Y ahora, parecía... que esa semilla no había muerto.

Estaba germinando.

Comenzó como una luz. No un destello, sino un suave y lento amanecer que brotaba desde el mismo suelo del epicentro. Era una luz dorada, cálida, diferente a la fría blancura de los Serafines o al rojo enfermo de los Penitentes. No era una luz agresiva; era… gentil. Los Compositores y los autómatas de la zona se detuvieron en su labor, sus sensores y sus instintos alertados por esta nueva y silenciosa anomalía.

Y luego, vino la música.

No fue una explosión. Fue como el primer deshielo de la primavera. Una sola nota, increíblemente pura, que no gritaba, sino que se desplegaba. Se extendió desde el epicentro, no como una onda de choque, sino como una caricia. Y a su paso, ocurrió el milagro.

Claude observó, sin aliento, cómo el óxido que manchaba el mármol no era limpiado, sino que se retraía, la piedra sanando sus cicatrices de corrupción. Vio cómo las grietas en el suelo, abiertas por la batalla, se sellaban suavemente, como si el tiempo corriera hacia atrás. El aire, antes cargado de muerte y desesperación, de repente se sintió limpio, vibrante, lleno de una promesa que nadie había sentido en años.

No era una curación. Era una restauración.

La luz dorada y la música pura se expandieron, bañando toda la zona de cuarentena. No atacaba a nadie. No borraba nada. Simplemente… ponía las cosas en su sitio. Devolvía el mundo a su estado original, a su armonía fundamental. El césped reseco en las pequeñas plazas cercanas comenzó a reverdecer. El agua estancada en las fuentes se aclaró. Era la Sonata, no como un arma, no como una herramienta, sino en su forma más pura y primordial. Un acto de creación.

Los "Silenciados" en la zona sintieron una punzada, un eco fantasmal en sus almas, un recordatorio de la música que habían perdido. Uno de ellos, una joven flautista, levantó su instrumento a los labios y sopló. Una sola nota, débil, temblorosa pero real, flotó en el aire, uniéndose al coro de la restauración. Lágrimas comenzaron a surcar los rostros sucios de los Compositores romanos. No era una cura completa, pero era esperanza. Pura y tangible.

A cientos de kilómetros de distancia, en los laboratorios de Berlín, cada sensor sónico de largo alcance del Comité de Investigación se volvió loco.

«¡Alerta!», gritó un técnico en la sala de mando, su voz llena de pánico y asombro. «¡Resonancia masiva emanando de Roma! ¡Firma no identificada! Es… estable. Coherente. Extrañamente pura».

En un instante, el evento fue detectado por todos. Por cada facción. Por cada jugador. El milagro de Roma ya no era un secreto.