“Réquiem de la Catedral de Hierro”


La superficie era un campo de batalla en suspenso. En el Distrito 78, Fékio, Franz y Liesel esperaban. Cada chirrido del metal de la fábrica abandonada era un posible ataque, cada ráfaga de viento un susurro del enemigo. Su misión había cambiado. Ya no eran una unidad de reconocimiento. Eran un señuelo. Y esperaban, sabiendo que justo debajo de ellos, en las entrañas de ese distrito olvidado, la verdadera batalla estaba a punto de comenzar.

Mientras tanto, en el borde del perímetro de cuarentena, el equipo de Elric se preparaba para su descenso. El plan era brutalmente simple: localizar la entrada a la catacumba, infiltrarse mientras la atención se centraba en Fékio y neutralizar la fuente del "Cántico Penitencial" a cualquier costo. Argent, uniéndose a ellos con una reticencia calculada, proporcionó los esquemas de construcción que la TS había "convenientemente" filtrado. No era una oferta de ayuda. Era un movimiento en un tablero de ajedrez que se había vuelto demasiado complejo.

Encontraron la entrada oculta tras una pared falsa en el sótano de una fundición abandonada. No era una puerta; era una sutura en el hormigón, casi invisible. Al abrirla, una ráfaga de aire frío y viciado salió, arrastrando consigo un eco palpable de odio y sufrimiento. La atmósfera era opresiva, como descender a la garganta de un dios moribundo.

La catacumba no era antigua. Era una herida nueva, excavada en la roca con la precisión de la tecnología moderna, pero revestida con una estética de martirio medieval. Los pasillos de hormigón desnudo estaban iluminados por luces de bajo espectro que proyectaban sombras largas y danzantes. Y el sonido... el sonido era un murmullo constante, inaudible pero presente, ecos de plegarias llenas de una devoción tan intensa que se había convertido en veneno.

«Las paredes están blindadas», susurró Brenna, pasando sus sensores por el hormigón. «Están diseñadas para contener una explosión sónica, no para proteger de una invasión. Querían asegurarse de que lo que sea que estuvieran haciendo aquí abajo, no se escapara... hasta que estuviera listo».

Avanzaron, un equipo de fantasmas en un santuario de odio. Weber, con su armónica de cristal equipada, no para tocar, sino para sentir las vibraciones del aire, lideraba el camino. Argent, con su Aphon, se mantenía en la retaguardia, sus ojos analíticos escaneando cada juntura, cada cableado. Elric, con el Chantepierre a la espalda, se sentía como un cirujano a punto de extirpar un tumor, sabiendo que un corte en falso podría matar al paciente. Y Brenna... Brenna se movía con la silenciosa gracia de un depredador en su propio territorio, su lira de batalla lista para cantar una canción de violencia.

Tras un descenso que pareció durar una eternidad, llegaron al corazón del complejo. Una vasta caverna circular, una catedral profana tallada en la roca. Y en el centro, la fuente de la plaga.

No era solo un amplificador sónico. Era una monstruosidad, un altar de tecnología herética. Un núcleo de cristal oscuro, de una tecnología que parecía demasiado antigua y demasiado avanzada a la vez, estaba conectado a una serie de amplificadores, grandes conos de latón que vibraban con una energía disonante. Cables de bio-fibra se extendían desde el núcleo como venas, conectándose a nichos en las paredes de la caverna. Y en cada nicho, un miembro de la Iglesia Antigua de la Disonancia yacía en un trance febril, sus cuerpos conectados a la máquina, "alimentándola" con su fe, con su dolor, con su rechazo a la Sonata. Eran baterías humanas, sacrificando sus almas para dar poder a su evangelio de silencio.

La visión era tan grotesca como fascinante. Una fusión perfecta de fe arcaica y tecnología de vanguardia.

«El origen de la frecuencia Penitencial», susurró Elric. «Están usando a los fieles como el combustible de su propia aniquilación».

«Necesitamos desactivar el núcleo», dijo Argent, su voz pragmática rompiendo el hechizo. «Cortar la fuente de energía debería causar un colapso en cascada».

Cuando dieron el primer paso hacia el altar, las sombras se movieron. Dos figuras emergieron de la penumbra junto a la máquina.

Uno era un Penitente estándar, un "Guardia". Un horror de acero, hueso y disonancia pura, sus extremidades terminadas en garras afiladas. Pero el otro… era peor.

Padre Malachias. Había sobrevivido. Su transformación era completa. Era más grande que el otro, su cuerpo una armadura barroca de óxido y espinas, y en el lugar donde debería estar su rostro, ahora solo había un vórtice de energía sónica negra, un agujero en la realidad que susurraba promesas de dolor. El mártir había ascendido a su propia versión del cielo: un infierno de agonía eterna.

«Falsos Profetas», resonó su voz, no desde su boca, sino desde todas partes a la vez. «Han venido a profanar el sagrado sacramento del silencio».

La batalla estalló sin más preámbulos. Fue una tormenta.

El Penitente Guardia se lanzó contra Weber y Argent. Weber respondió con una melodía simple, no de ataque, sino de interferencia, una frecuencia aguda diseñada para confundir los sensores primarios de la criatura. Argent, a su lado, era un torbellino de precisión, su Aphon no golpeando, sino tocando puntos clave en la armadura de la criatura, enviando pulsos de silencio que hacían que su bio-metal se contrajera de dolor.