“Sonata para Puños y Lluvia”


El soldado de primera clase Riley odiaba el turno de noche. Más aún, odiaba el turno de noche con lluvia. La lluvia artificial de KAIROS era siempre igual: fría, persistente, sin el dramatismo de una tormenta real. Gotas metronómicas caían de un cielo de titanio y se estrellaban contra el plástico de su poncho, cada impacto un pequeño recordatorio de que estaba atrapado en la intemperie por doce horas seguidas, vigilando la plaza más segura de la ciudad más segura del mundo. Una estupidez.

«¿Sabes en qué pienso ahora mismo, Chris?», dijo Riley, sorbiendo un café que sabía a plástico quemado.

Christopher, su compañero en la barricada que bloqueaba el acceso a la plaza de la Torre, ni siquiera se giró. «Si es en tu colección de chapas de refresco Pre-Sonáticas, por favor, ahórramelo. No de nuevo».

«No», replicó Riley, ofendido. «En el pastel. Tarta de queso y frambuesa. Los niños se esforzaron. Pequeñas banderitas con mi nombre. Todo porque les dije que papá iba a recibir un ‘reconocimiento especial’ por su diligencia». Suspiró, una nube de vaho en el aire frío. «El ascenso. A Taktiker de tercera clase».

Chris por fin se giró, una sonrisa genuina en su rostro cansado. «¿De verdad? ¡Enhorabuena! A mí también me lo han prometido. Mi mujer quiere celebrarlo con unas vacaciones a la costa de la Subnoctara de Amalfi. Dice que el mar de este año es superior».

Charlaron durante unos minutos, dos hombres anónimos en el corazón de un imperio, hablando de las pequeñas cosas que les recordaban que eran humanos: pasteles, esposas, ascensos. Pequeñas melodías en la vasta y silenciosa partitura del orden. La plaza, iluminada por las farolas de estilo antiguo, estaba vacía y reluciente bajo la lluvia.

Fue Chris quien lo vio primero. Un parpadeo en la lejanía. «¿Qué es eso?», preguntó, entrecerrando los ojos.

Riley cogió los binoculares de visión nocturna. Apuntó hacia el final de la gran avenida que desembocaba en la plaza. Vio dos luces, moviéndose rápido. «Tráfico no programado. Probablemente alguna entrega tardía para el Comité Administrativo», dijo con indiferencia.

Pero entonces, dos luces se convirtieron en cuatro. Luego en ocho. Y en el horizonte, donde la avenida se perdía en la niebla, vio más. Decenas. Avanzando a una velocidad demencial, sus motores no el susurro eficiente de los vehículos civiles, sino el rugido gutural de la guerra.

«Esos… esos no son camiones de reparto», dijo Chris, su voz ahora tensa.

Riley ajustó el zoom de los binoculares. Por un instante, vio una insignia en el lateral de uno de los transportes que lideraban la carga. Un águila estilizada, aferrando un diapasón.

El café se le cayó de las manos. El pánico, frío y paralizante, se apoderó de él. «¡Contacto hostil!», gritó a su comunicador. «¡Múltiples vehículos blindados del… del COMITÉ DE DEFENSA! ¡Se dirigen a la plaza! ¡Van a estrellarse!».

Su último pensamiento, antes de saltar de la barricada para salvar la vida, fue una cruel ironía: Al menos ya no tendré que aguantar la lluvia.

Los transportes de asalto no frenaron. Se estrellaron contra la barricada, lanzando pedazos de metal y plástico por los aires, y derraparon en el hormigón mojado, deteniéndose en formación de asalto en mitad de la plaza. Al mismo tiempo, desde cada calle lateral, más vehículos emergían, un enjambre de acero y furia cerrando todas las vías de escape. En menos de un minuto, la plaza más pacífica de Berlín se había convertido en una zona de guerra.

Comenzó el asalto.

La respuesta de la Tonstaffel fue instantánea. Eficiente. Letal. Paneles se deslizaron en las paredes de la Torre, revelando emplazamientos de cañones automáticos. Docenas de agentes descendieron en rappel por la fachada de cristal, sus siluetas negras como arañas. La batalla que estalló en la plaza fue un infierno de una brutalidad que Nueva Babilonia había olvidado.

No era la elegante guerra musical de los Compositores. Era la cruda disonancia del combate de infantería. El aire se llenó del silbido de los proyectiles, el estallido de las granadas y los gritos ahogados de los hombres. Los "Silenciados", que habían pasado años dependiendo de una música que ya no podían oír, ahora luchaban con el lenguaje universal de la pólvora. Se parapetaban tras estatuas ornamentales, sus rostros manchados de hollín y lluvia, respondiendo al fuego de los tecnológicamente superiores agentes de la TS con pura y obstinada determinación. Era una sinfonía de violencia, tocada con la partitura del acero.