El eco final del Órgano Wanamaker se disolvió, pero el silencio que dejó atrás no era de paz. Era un vacío vibrante, preñado con la memoria de una nota que podía borrar la existencia. Dentro de la Catedral Armónica, lo que quedaba de la unidad de Afinadores intentaba procesar lo que acababa de ocurrir, cada uno de ellos una isla de conmoción en un mar de mármol y penumbra.
Fékio Scarlatti yacía en el suelo, el pecho subiendo y bajando en espasmos, su cuerpo gritando por el agotamiento de haber tocado una nota que nació un instante. La adrenalina se retiraba como una marea, dejando en su lugar un dolor profundo y óseo. A su lado, Liesel temblaba sin control. Aún no soltaba su brazo. Su agarre era lo único que parecía anclarla a la realidad.
«Liesel... ¿estás bien?», preguntó Fékio, su voz apenas un susurro rasposo.
Ella no respondió. Solo negó con la cabeza, sus ojos de avellana fijos en la nada, reviviendo el instante en que su ser comenzó a ser deshecho. Sus pensamientos ya no se escapaban como antes; ahora estaban atrapados, en un bucle silencioso de terror.
Brenna se acercó, su habitual máscara de sarcasmo ahora una fina capa de cristal sobre una tensión palpable. Pateó suavemente la bota de Fékio. «Por un momento pensé que tendríamos que abrir una vacante para ‘Mártir Idealista’. Me alegro de que aún no tengas los requisitos», dijo, aunque su voz carecía de la mordacidad habitual. Era alivio disfrazado de insulto.
Argent, por su parte, se pasó una mano por el rostro, un gesto inusualmente humano para él. Su fachada de control aristocrático se había agrietado. Junto a él, Franz ayudaba a los pocos Afinadores supervivientes a reagruparse. El alivio en sus rostros era tangible, pero estaba teñido de un horror profundo.
«Situación», demandó Argent, su voz recuperando la compostura a la fuerza. «Recapitulemos. Ahora».
Se reunieron en el centro, bajo la luz fantasmal de los vitrales. Un consejo de guerra en un santuario profanado.
«Esos civiles… ellos lo provocaron», comenzó Franz, su voz aún temblando. «No atacaron directamente. Cantaban. Y ese cántico… convirtió a Liam en… esa cosa».
«No lo convirtió. Lo ‘activó’», corrigió Brenna, analítica, ya recuperada. «La anomalía sonática que detectamos, la ‘gracia excesiva’… no es un efecto secundario. Es el arma misma. Es una infección memética que se propaga a través de la fe. No era ausencia de Sonata, era una… Perfecta».
La revelación cayó como plomo en el aire. No luchaban contra monstruos o terroristas. Luchaban contra una idea. Una idea que podía convertir a sus propios ciudadanos en ángeles exterminadores.
«Toda la unidad desaparecida…», murmuró Fékio. «Debieron ser expuestos de la misma manera. Atraídos por la fe de los locales, y luego... purificados».
Argent asintió, su mente ya calculando las implicaciones tácticas. «Lo que significa que el Cántico se propaga. Podríamos tener a docenas, quizás cientos de estos ‘Serafines’ latentes por todo el distrito. Debemos permanecer aquí. La catedral es el único punto seguro».
El grupo debatió, sus voces creando una disonancia de teorías y miedos. ¿Era esto un ataque premeditado? ¿Una nueva evolución de la Enfermedad Sonática? Se habló de Sonatas conceptuales, del mito del Ángel Negro, de partituras fragmentadas que podían reescribir la realidad. Cada hipótesis era más aterradora que la anterior.
Y mientras hablaban, una voz suave y melodiosa descendió desde el altar del órgano.
«Qué análisis tan… mundanos».
Dirosse los observaba, su rostro una máscara de satisfacción extática. Tenía una lágrima cristalizada en la mejilla, un diamante de gozo puro.