La lluvia y la sangre se mezclaban en el pavimento de la plaza, un aguafuerte de violencia bajo el cielo gris de KAIROS. La batalla por la Torre Volker se había convertido en una brutal guerra de desgaste. El ejército de "Silenciados", en su bautismo de fuego y pólvora, luchaba con la furia desesperada de quienes ya no tienen nada que perder. Se movían entre las estatuas de mármol y las barricadas improvisadas, un enjambre de uniformes respondiendo a la precisión clínica con un coraje caótico y suicida. Era un choque de eras: la vieja guerra de trincheras contra el futuro de la supresión sónica.
Mientras el duelo primitivo y visceral entre Elric y Argent continuaba en el centro de este infierno, dos filosofías reducidas al lenguaje universal de los puños, el equipo de asalto se había convertido en el cerebro táctico de la rebelión.
Weber, Fékio y Brenna se habían refugiado tras la base de una colosal estatua de bronce, convertida ahora en su puesto de mando improvisado. A su alrededor, la batalla rugía. Vieron a un grupo de jóvenes Afinadores, los mismos que Fékio había conocido en el comedor, ahora armados con rifles Pacificadores, contener el avance de una escuadra de la TS, moviéndose con una coordinación nacida no de la Sonata, sino de meses de entrenamiento y confianza mutua. Vieron a Enzo y a sus veteranos romanos, luchando con una alegría casi fatalista, un torbellino de experiencia y audacia que rompía las líneas de la TS donde menos se lo esperaban.
«Están aguantando», dijo Weber, su voz un murmullo grave por encima del estruendo. «Pero es una batalla de desgaste. Y ellos tienen más munición. Más hombres. Y… el castillo».
Su mirada se dirigió a la Torre Volker. Era una fortaleza. Impenetrable. Cada pocos segundos, de sus emplazamientos ocultos salía una ráfaga de balas que llovía a metrallas una sección de la plaza o un pulso sónico de área que hacía que los Silenciados cayeran de rodillas, con las manos en los oídos, víctimas de un eco de un dolor que ya no deberían poder sentir.
«Necesitamos un análisis de sus defensas», ordenó Weber por el comunicador. «¡Quiero a los técnicos escaneando cada emisor! ¡Busquen un patrón, una debilidad, cualquier cosa!».
Fékio observaba la torre, la frustración una nota amarga en su garganta. Podía sentir, más que ver, la barrera. «No es solo tecnología, Magister», dijo. «Es… algo más».
Brenna ya estaba en ello. Había conectado su Sequenzer, la tableta de datos de su moto, a un sensor de campo improvisado. La pantalla holográfica frente a ella era un caos de líneas y frecuencias rojas. Estaba frustrada, su conexión intermitente con la Sonata la hacía sentir como si estuviera intentando leer un libro complejo con un ojo cerrado.
«Scarlatti tiene razón», gruñó, golpeando el lateral de la pantalla. «La Torre… qué ironía. La maldita cosa está imbuida en Sonata. Los Volker nos la quitaron, y ahora la usan como un escudo».
«Explícate», dijo Weber.
«No es un escudo sónico convencional que repele ataques. Es un campo de ‘armonía’», explicó Brenna, su mente de investigadora trabajando a toda velocidad. «Como el de los Serafines, pero a una escala masiva. Cualquier frecuencia disonante que se acerca, cualquier ataque, cualquier proyectil… es simplemente ‘afinado’ hasta que es inofensivo. Se disuelve en la nada. No podemos atravesarlo con nuestras armas. Y nosotros… los que aún tenemos una conexión, por débil que sea… no podemos acercarnos sin arriesgarnos a ser… borrados. Es un muro perfecto, y nos quitaron lo indispensable para derribarlo».
El equipo se quedó en silencio, procesando la terrible revelación. Estaban luchando una batalla imposible. Asediando una fortaleza que era conceptualmente invulnerable para ellos. Su rebelión, nacida de la resolución y el acero, se estrellaría inútilmente contra un muro de pura música.
Fékio miró la batalla a su alrededor. Vio a Liesel en la lejanía, que a pesar de haber perdido a Franz y su don, ahora coordinaba las evacuaciones de los heridos con una calma y una eficiencia que Franz habría admirado. Vio la determinación en los rostros de los Silenciados. No podían rendirse ahora. No después de todo lo que habían pasado.
«Tiene que haber una forma», susurró Fékio, su mano buscando instintivamente la madera reparada del Sacro Elène a su espalda.
Mientras especulaban, mientras el cerco de la TS comenzaba a cerrarse y la desesperación se cernía sobre ellos, un sonido resonó en el aire.
No era el de un arma. No era el de una explosión.
Era una nota.