El ascenso a la cima de la Torre fue un viaje a través de un infierno vertical. Cada nivel conquistado era un testamento a la sangre y al sacrificio. Detrás de ellos, Elric y Fékio dejaban un rastro de destrucción, de pasillos marcados por las balas y el eco de los camaradas caídos. Ya no eran una gran fuerza de asalto; eran un puñado de supervivientes, los últimos fragmentos de una orquesta rota, avanzando hacia el crescendo final.
Elric cojeaba visiblemente, su cuerpo maltratado por la pelea con Argent gritando en protesta, pero su rostro era una máscara de granito. Su voz por el comunicador, sin embargo, era tan precisa y clara como siempre, una roca en medio de la tormenta. «Cubran el flanco oeste. Cuidado con los arcos ciegos. Lo que queda del Legato, conmigo. Mantengan una formación cerrada. No disparen a menos que tengan un objetivo claro. Conserven la munición». Dirigía no con la pasión de un héroe, sino con la economía agotada de un hombre que sabía que cada bala y cada vida contaban.
Fékio caminaba a su lado, actuando como su escudo y su segundo al mando. El joven que había dudado, que se había sentido como una sombra, ya no existía. En su lugar, había un soldado. Determinado, sí, pero bajo la superficie, la incertidumbre lo carcomía. Habían llegado tan lejos. Habían luchado tan duro. ¿Pero qué encontrarían en la cima? ¿Podrían realmente detener a un dios en su propio cielo? La pregunta era una nota grave y constante en el fondo de su mente.
Finalmente, llegaron. Nivel 120. La Cima. Ante ellos, una única y elegante puerta de roble y acero, adornada con el emblema de los Volker. Estaba entreabierta. Una invitación. O una trampa tan obvia que era un insulto.
«Manténganse alerta», susurró Elric al equipo. «Nadie entra solo».
Entraron en un silencio absoluto. El contraste con la guerra que habían dejado atrás era vertiginoso. Estaban en el jardín privado de los Volker. Un oasis de una perfección tan insultante que parecía de otro mundo. Hierba perfectamente cortada, exóticas flores Pre-Sonáticas que no deberían existir, un suave arroyo artificial que murmuraba una melodía de calma. Y en el centro, bajo un domo de cristal que mostraba la Berlín lluviosa debajo de ellos como una maqueta rota, una única y serena consola de control.
Y nadie. El lugar estaba vacío.
Avanzaron con cautela, sus rifles Pacificadores barriendo cada rincón, sus botas haciendo ruidos sordos sobre la hierba húmeda. La tensión era asfixiante. El silencio era más aterrador que cualquier grito de batalla. ¿Dónde estaba?
Fue en ese momento de máxima alerta, en ese silencio suspendido, cuando la trampa se cerró.
No hubo advertencia. No hubo sonido. Desde ángulos ocultos, desde detrás de los setos perfectamente podados, desde paneles en el suelo que se deslizaron a un lado, múltiples torretas automáticas emergieron y abrieron fuego. Ráfagas, rápidas, silenciosas y letales.
Fue una masacre. Los Compositores que los escoltaban, los héroes que habían luchado a través de ascensores y niveles de infierno, fueron aniquilados en un instante. Un veterano cayó con un agujero humeante en el pecho. Otro fue partido por la mitad. Cayeron sin un grito, sus cuerpos golpeando la hierba prístina, su sangre roja una mancha obscena en el verde perfecto del jardín.
Elric gritó una advertencia y empujó a Fékio al suelo. Una bala le rozó la pierna, no el disparo principal, sino el calor residual, la onda expansiva. Cayó de rodillas, el dolor agudo e incandescente. Fékio, a su lado, se giró, disparando a ciegas, intentando suprimir un enemigo que no podía ver.
Y entonces, las torretas se detuvieron tan rápido como habían empezado.
Del otro lado del jardín, una figura emergió de las sombras. Estaba impecable, su vestido blanco sin una sola arruga. En su mano, sostenía un pequeño interruptor. Observaba el paisaje caótico de la ciudad en llamas a través del domo, su expresión una de serena satisfacción.
«Una limpieza necesaria», dijo, su voz tranquila flotando sobre la masacre. «Para asegurar que la conversación final no tenga interrupciones».
Fékio le apuntó con su rifle, su dedo temblando en el gatillo. «¡Monstruo!».
Freya ni siquiera lo miró. Su atención estaba clavada en Elric, que luchaba por ponerse en pie, arrodillado en medio de los cuerpos de sus hombres.