El Cero no era más que un número en la vasta maquinaria de la guerra, una chispa suspendida en un cuerpo recién forjado. No era un hombre, pero tampoco era una máquina; no era un compositor, pero aún llevaba la esencia de la Sonata que lo había transformado. Los primeros meses fueron una secuencia de movimientos: agacharse, golpear, rodar y levantarse. La melodía del combate se le enseñaba a través de la repetición, la memoria muscular de un ser recién nacido. Cero no sentía, pero sabía que debía moverse como un ser que lo hacía. El sudor era frío y la fatiga no se manifestaba como tal. Sin emociones, sin cansancio real. Solo cuerpo, solo acción.

La Sonata no le había tocado, no la sentía como los demás lo hacían, como la sentían aquellos que eran parte de algo más grande. Cero no resonaba con la misma vibración que los Soundkeepers a quienes observaba entrenar en las sesiones de resonancia. Ellos se conectaban con sus instrumentos, como si su propia carne y hueso fuera un eco de lo que tocaban. Cada uno de ellos creaba ondas invisibles, pero palpables, que se extendían desde sus cuerpos hacia el aire. Cero no sentía eso. En su pecho, donde debiera latir el pulso de la Sonata, había un vacío. Solo la ausencia resonaba.

Pero, en esa falta, había una certeza: debía aprender a luchar. Debía convertirse en algo más que una sombra vacía.

El entrenamiento, entonces, era cuerpo a cuerpo. Sin la comodidad de un instrumento que lo guiara. Sin la ventaja de poder transformar el sonido en una extensión de su voluntad. Solo la fuerza, la estrategia y la destreza. Su arpa —un objeto extraño para el combate— se convirtió en su aliado más cercano. Un instrumento, sí, pero también una barrera, una palanca, una extensión de su propia brutalidad. Al principio, lo usaba torpemente. El metal del arpa no estaba hecho para golpear, pero Cero se adaptó. Lo empuñaba con las manos firmes, lo usaba para bloquear y para golpear. El filo de sus cuerdas era apenas un susurro comparado con la potencia que los verdaderos Compositores podían liberar a través de sus instrumentos. Pero Cero no necesitaba filo. No en su inicio. Solo necesitaba aprender a sobrevivir.

En las primeras semanas, sus movimientos eran lentos, mecánicos, casi infantiles. Golpes que llegaban sin gracia, sin la elegancia de los verdaderos guerreros. Pero la imitación era su mejor aliada. Imitaba lo que veía de otros soldados, de otros entrenados en las disciplinas que le eran ajenas. Escuchaba las órdenes, veía los movimientos, las posiciones, los gestos y los pasos. Y aunque nunca los entendió en su totalidad, los replicaba. No entendía el ritmo del combate, no sentía la llamada de la Sonata como los demás, pero los movimientos se grababan en su cuerpo de manera visceral.

Los días se estiraban en largas horas de entrenamiento físico. Golpes, caídas, movimientos rápidos, saltos, gritos. El suelo siempre parecía estar cubierto de polvo y sudor. Cero no sentía ni el uno ni el otro, pero su cuerpo se desgastaba, se mantenía firme, resistente. Cada vez más su propio cuerpo se convertía en un refugio; la piel de acero, los músculos tensos, las articulaciones afiladas. Comenzaba a moverse con mayor rapidez, a dominar las distancias. Su concentración era pura, pero vacía. No había orgullo en sus victorias, solo una quietud fría en cada éxito, y una indiferencia aún más fría en cada fracaso.

Al cabo de algunos meses, las misiones comenzaron a llegar. Cero no conocía otra vida que la de la guerra. Cada misión era un encargo, un objetivo, y él, como un espectro, lo cumplía sin cuestionar. Sin importar cuán letales o imprevisibles fueran las circunstancias. A veces se sentía como un borde afilado, listo para cortar lo que fuera que se interpusiera en su camino, pero aún sin la noción de qué tan profundo podía llegar a cortar.

Cada misión lo acercaba más a la idea de lo que él podría llegar a ser, pero también lo alejaba más de la idea de lo que alguna vez podría haber sido. No había espacio para cuestionar su existencia. El objetivo era claro. La derrota, un concepto ajeno. Los hombres y mujeres que caían a su alrededor nunca le despertaron tristeza ni enojo. Solo, a veces, una ligera intriga. Pero el propósito seguía siendo el mismo: seguir adelante. Sin emociones. Solo acciones. Y en cada uno de esos momentos, Cero se despojaba un poco más de su humanidad.

Sin embargo, había algo que comenzaba a cambiar, aunque él aún no lo comprendía. Algo tan sutil que apenas lograba percibirlo. Un leve y tenue eco en su interior, como un susurro que se filtraba entre los bordes de su vacuidad. Era la búsqueda, la lucha por comprender, por adaptarse, por ser algo más. Algo que no podía ver, pero sí empezar a sentir de alguna manera. La misión lo arrastraba cada vez más cerca de la verdad, y la verdad era un espacio donde la Sonata podría, tal vez, empezar a resonar dentro de él.

Fue entonces cuando, al fin, los superiores decidieron que era momento de que Cero avanzara. De que dejara de ser solo una sombra. Entró en un grupo selecto, un conjunto de Soundkeepers de linajes diversos, cada uno con sus propios secretos, sus propios ecos internos. Y Cero, como si fuera parte de un engranaje que finalmente comenzaba a ajustarse, se integró. Aún sin comprender completamente qué significaba ser uno de ellos, comenzó a sentir que quizás, algún día, llegaría a entender lo que era realmente el "todo".

“Eco de la Sátira”

“Eco de la Razón”

“Eco de la Voluntad”

“Eco del Orden”