No la ausencia de sonido, sino un silencio primordial. La quietud del lienzo antes de la primera pincelada, el peso expectante del mármol antes del primer golpe de cincel. Era en ese vacío donde la humanidad, desde el primer latido, buscó su propio eco. Y al no encontrarlo, decidió componerlo.
Cantamos himnos a soles que aún no habían nacido y rezamos a tumbas que aún no habíamos cavado. Forjamos deidades a imagen y semejanza de nuestros miedos más profundos, les dimos nombres para que nuestra soledad no sonara tan absoluta, y construimos catedrales para que nuestras voces, al rebotar contra las bóvedas, nos hicieran sentir menos insignificantes. La fe no fue un don divino. Fue nuestro primer acto de desafío: la negación absoluta del silencio.
Llenamos el mundo de música. Sinfonías de conquista, baladas de amor, réquiems por imperios caídos. Cada nota era una afirmación, una declaración de existencia en un cosmos indiferente. Creíamos que componer era crear. Creíamos que la armonía era la verdad.
La ingenuidad mata al hombre.
El cielo se rompió. No con fuego, no con ira. Se rompió con una nota que no estaba en ninguna partitura. Una frecuencia que no nació de la fe, ni de la ciencia, ni de la guerra. Simplemente fue. Y en su ser, desmanteló la nuestra.
Nuestras catedrales, diseñadas para contener plegarias, se convirtieron en cajas de resonancia para el horror. Nuestras sinfonías, antaño símbolos de gloria, se tornaron en armas. Nuestros dioses, esos reflejos de nuestras esperanzas y temores, nos abandonaron, o quizás, simplemente aprendieron a cantar una canción diferente, una melodía tan perfecta y pura que ya no había espacio en ella para una criatura tan rota como el hombre.
Y de nuevo, hubo silencio.
Pero esta vez era distinto. No era el silencio primordial, el del principio. Era un silencio residual, cargado. El eco de una melodía interrumpida. La pausa aterradora entre un relámpago y el trueno que sabes que vendrá a reclamarlo todo.
En este nuevo mundo, afinado por la tragedia, la humanidad hizo lo que siempre ha sabido hacer: buscar respuestas donde solo hay preguntas. Regresamos a nuestros viejos hábitos, a nuestros viejos templos. Desenterramos a nuestros viejos dioses y les pedimos, una vez más, que nos dieran un propósito.
Y ellos, o el eco de lo que fueron, respondieron.
Comenzó en los rincones más devotos. Un susurro, una promesa. Se decía que los justos ya no necesitaban caminar sobre esta tierra rota. Que eran llamados a una armonía superior. La fe, antaño un consuelo, se convirtió en una puerta de escape. La gente comenzó a desaparecer, no con gritos, sino con la quietud sublime de una nota que alcanza su perfección. Dejaban atrás un silencio tan puro que quemaba, una paz tan absoluta que resultaba letal para quienes se aferraban a la imperfección de la vida. Llamaron a este fenómeno gracia. Los elegidos ascendían, y el mundo, decían, se estaba purificando.
Pero la fe tiene dos filos. Por cada devoto que buscaba la luz, había otro que se consumía en la sombra del rechazo. Aquellos que vieron la nueva música no como un regalo, sino como una blasfemia, también encontraron una respuesta. Su penitencia se hizo carne. Su negación se tornó en una disonancia viviente, un caos que no buscaba la armonía, sino devorarla. Nacieron de la duda, crecieron en el dolor y se alimentaron del miedo de los otros. No ascendían. Se derrumbaban hacia dentro, convirtiéndose en tormentas andantes de pura contradicción, ecos de una plegaria que solo conocía la palabra “no”.
El cielo no se había partido en dos. Se había partido la humanidad.
Nuestras viejas guerras eran por tierra, por recursos, por poder. Conflictos simples, honestos en su brutalidad. Pero la nueva guerra… es una guerra por la verdad. Un cisma sagrado donde el campo de batalla es el alma humana, y las armas son las convicciones por las que una vez creímos morir. Es la sinfonía de la certeza contra la certeza. La fe como plaga. La piedad como veneno.
Ya no hay enemigos con estandartes, ni fronteras claras. La amenaza ya no viene de fuera. Nace en los altares de nuestras creencias, en el fervor de nuestros cánticos, en la duda silenciosa que se instala en el corazón a medianoche. La amenaza es la respuesta misma que tanto pedimos.
Dicen que los justos heredarán la tierra. Dicen que los puros serán salvados.
Pero en un mundo donde la salvación puede desintegrarte y la justicia puede consumirte, ¿qué queda por heredar, sino las cenizas? ¿Qué significa ser puro, cuando la propia perfección es una sentencia de muerte?