"Aquello que nace del eco de la blasfemia, camina por el mundo sin nombre, sin himno, sin piedad."

La conciencia se fragmenta entre destellos.

No hay un primer recuerdo —solo vibraciones dispersas, como viejas notas desgarradas que aún buscan una partitura que no existe.

Un zumbido blanco me envuelve, inmenso, penetrante, como si el propio mundo acabara de ser creado sin ser terminado. No veo rostros todavía, solo formas fantasmales, siluetas diluidas por la luminosidad absoluta que devora los contornos.

Mis párpados tiemblan. La luz invade las rendijas de mi mente, y poco a poco, desde algún lugar remoto, comienzo a entender.

Estoy contenido dentro de algo.

Cristal frío me rodea, su latido es artificial.

Más allá, al fondo, figuras envueltas en batas pálidas manipulan instrumentos que vibran con frecuencias apagadas. Los observo sin saber cómo.

La distancia distorsiona sus voces, como si hablaran bajo un agua espesa. Apenas capto algunas letras parpadeando en monitores antiguos, y entre ese parpadeo leo un nombre... el nombre de aquel de quien provengo.

No siento nada.

No me importa.

Otros cuerpos como el mío, apenas esbozos de humanidad, yacen en cámaras vecinas. Sus rostros son reflejos de un mismo molde, variaciones sobre un mismo error. Ninguno de nosotros parpadea todavía. Ninguno de nosotros ha sido invitado a elegir.

La música.

De repente, como un torrente, la siento brotar dentro de mí. No la escucho con los oídos, sino con la sangre, con cada partícula de este cuerpo aún inerte. Una sinfonía viva, abriéndose paso por mis venas, desesperada por encontrar significado en su existencia.

Entonces, el corte.

Un tajo brutal.

Un dolor imposible atraviesa mi espina, como mil manos deshilachando la fibra misma de mi ser. Una estática gris explota dentro de mi cráneo, borrando la melodía antes de que pudiera siquiera tararearla.

Todo se apaga.

Y luego, lentamente, la realidad se reescribe con palabras secas, impersonales:

Defectuoso.