Antes de que nacieran los primeros Soundbringers, antes de que la humanidad aceptara la Sonata como la nueva ley natural, hubo un acto de desafío. En los primeros y más oscuros años de caos que siguieron al Evento, las élites remanentes del viejo mundo —científicos, militares y líderes que habían sobrevivido en búnkeres— se unieron. En un acto de arrogancia prometeica, se negaron a ser la audiencia pasiva de un dios nuevo y silencioso. Si la realidad tenía un nuevo compositor, ellos crearían a los suyos propios. Los que se atreverían a desafiar la nueva música. Los que la matarían.
Un Soundkeeper no nació de la evolución, sino de la ingeniería. Fueron individuos creados por medios artificiales, el resultado de un ambicioso y desesperado proyecto de alteración genética. Utilizando a sujetos humanos —ya que la Sonata original parecía afinada a la frecuencia de nuestra especie—, los científicos buscaron forzar una adaptación. No querían crear resistencia; querían crear dominio. Querían forzar a la biología humana a superar a la propia Sonata.
Esta alteración, una compleja reescritura del código genético para que resonara simpáticamente con las nuevas leyes físicas, fue un éxito aterrador. Dio origen a la Primera Generación de Compositores. Estos individuos emergieron como seres de un poder inimaginable, los primeros y verdaderos defensores de una humanidad al borde de la extinción.
Los Soundkeepers eran una extensión viviente del poder puro de la Sonata, capaces de dominar sus formas más complejas sin necesidad, en muchos casos, de un instrumento conductor.
Pese a su poder, el proyecto Soundkeeper tenía un defecto fatal. Eran una creación imperfecta, un intento humano de replicar una ley cósmica.