Estamos a mitad de nuestra tercera canción. La he llamado provisionalmente "Caída Libre de un Satélite Muerto". Tiene un ritmo galopante, casi de punk, y un riff de guitarra con tantos bendings que mis dedos arden. Estoy dentro de mi caja, por supuesto. Mi pequeño útero de cartón. Se ha convertido en una especie de broma y de necesidad absoluta. Es mi "pedal de confianza". Sin él, no puedo tocar. Dentro de él, soy una diosa del rock.
Estamos sonando... sorprendentemente bien. La energía de Klara en la batería es contagiosa, un motor de pistones desbocado. Sophie es un muro. Cada nota de su bajo es un pilar que sostiene nuestra catedral de ruido. Elise, concentrada y feliz, mantiene el ritmo con sus acordes. Y yo... yo estoy volando. Mi solo de guitarra grita y llora, las notas se doblan hasta casi romperse. Es febril. Es catártico. Es lo más cercano a la felicidad pura que he sentido fuera de mi habitación.
Es en medio de este caos glorioso que oigo el primer golpe.
Es un sonido sordo, rítmico, ajeno a nuestra canción. Toc, toc, toc. Intento ignorarlo, asumiendo que es solo Klara golpeando accidentalmente el borde de su bombo. Pero el sonido persiste. TOC, TOC, TOC. Se vuelve más fuerte. Más furioso. Es la puerta del garaje.
Las demás parecen oírlo ahora. Elise se desconcentra, pierde un acorde. Klara, exasperada, responde al golpeteo con un redoble de tambor furioso, como desafiando a quien sea que esté al otro lado a un duelo de percusión. Sophie, sin embargo, deja de tocar. Y cuando Sophie deja de tocar, el mundo se detiene. El silencio que cae es abrupto y denso.
El golpeteo se convierte en un martilleo. Un BANG, BANG, BANG que parece sacudir el garaje entero.
«¡Joder, ya voy!», grita Klara, levantándose. Pero la puerta corredera se abre antes de que llegue. Es su padre, un hombre afable cuya sonrisa habitual ha sido reemplazada por una mueca de disculpa y nerviosismo. Y detrás de él, recortadas contra la luz perfecta del mediodía, hay dos figuras que me hielan la sangre.
Son policías. Los Afinadores del Departamento de Orden Público. Sus uniformes son de un gris funcional y aburrido, pero impecables. Sus rostros, impasibles. La personificación de la burocracia con autoridad para arruinarte el día.
«Klara... el señor Vogel ha llamado», dice su padre, en voz baja. «Otra vez».

Uno de los oficiales, el más alto, con una cara que parece esculpida en aburrimiento, da un paso al frente. Nos examina a las cuatro, a nuestros instrumentos, al desorden... a la caja de cartón que todavía llevo ridículamente sobre mi cabeza. Me encojo, deseando poder volverme invisible.
«¿Son ustedes las responsables de esta... emisión sónica no regulada?», pregunta, y su voz es tan plana y sin emoción como la arquitectura que nos rodea.
«Nosotras… solo estábamos ensayando», dice Klara, su actitud desafiante ahora un poco apagada.
«Recibimos una queja de un ciudadano», continúa el oficial, revisando una tableta. «Un tal Herbert Vogel. Alega que su grupo está produciendo una ‘disonancia de frecuencia inestable y de alto decibelio que está causando estrés vibracional en sus laureles bonsái’». Se detiene, me mira, y puedo sentir su mirada atravesando el cartón. «Y menciona a una persona de pie en el rincón con una caja en la cabeza, lo cual, según el sub-artículo 12 del código de conducta pública, puede ser interpretado como comportamiento errático».
«¡Lo sabía! ¡Incluso mi mecanismo de supervivencia es ilegal en esta maldita ciudad!», grito en mi cabeza.