Noctara de Roma. 23:47, hora local.
A diferencia de la fría y disciplinada sinfonía de Berlín, Roma cantaba una ópera. Era una melodía de pasiones contenidas, de historia milenaria encerrada en hormigón y de una calma que siempre parecía estar a un insulto de convertirse en un motín. A estas altas horas de la noche, bajo un cielo artificial que imitaba perezosamente a la luna sobre el Tíber, el despacho del Magister Mayor era el palco de honor de esta función.
El lugar no se parecía en nada al austero cuartel de un soldado. Era el santuario de un hombre que amaba la vida tanto como su deber, quizás un poco más. Pesados muebles de caoba pulida. Alfombras persas que amortiguaban cualquier sonido de urgencia. Y a través del ventanal panorámico, una vista de la Roma artificial, con la cúpula simulada de San Pedro dominando el horizonte. El humo de su pipa, una mezcla aromática de tabaco de cereza y vainilla, flotaba en el aire, suavizando los bordes de la realidad.
No estaba solo. Dos secretarias del Comité Administrativo reían de uno de sus chistes malos mientras les servía una copa de un Chianti de una cosecha que, técnicamente, ya no debería existir.
«… y entonces le dije al embajador de Vestra», contaba, su bigote perfectamente peinado temblando de diversión, «que si quería negociar la paz, primero debía aprender a distinguir un Barolo de un simple vino de mesa. La diplomacia, mis queridas, es cuestión de paladar».
Las mujeres rieron, sus risas como el tintineo de copas de cristal. Él estaba en su elemento: un rey en su corte, un director de orquesta controlando una melodía de encanto y poder sutil. Estaba más preocupado por la logística de su bodega de vinos que por los informes estratégicos que se apilaban en su escritorio.
Fue entonces cuando su comunicador personal, una elegante pieza de oro y marfil, vibró sobre la mesa. Un solo pulso. Prioridad máxima.
«Un momento, bellezze», dijo, guiñándoles un ojo. Echó un vistazo a la pantalla del comunicador y su sonrisa se congeló. El identificador de la llamada brillaba con la insignia del más alto mando de Nueva Babilonia.
La insignia personal de la Directora.
En un movimiento instintivo, el hombre, que acababa de dar un sorbo de vino, abrió los ojos como platos y escupió el líquido en un fino rocío sobre la cara de una de las secretarias, quien se quedó petrificada. Sin siquiera pedir disculpas, se levantó de un salto y salió corriendo del despacho, cerrando las pesadas puertas de caoba tras de sí y contestando la llamada en el pasillo.
«¡D-Directora!», exclamó, tratando de que su voz sonara profesional y no como si acabara de escapar de un crimen.
«…Enzo». La voz era fría, cortante, un fragmento de hielo en la cálida noche romana. «Asumo que no lo interrumpo».
«¡En absoluto!», mintió él descaradamente. «Estaba... revisando los protocolos de defensa del perímetro oeste. Siempre vigilante».
Hubo una pausa en la línea que le indicó a Enzo que ella no se había creído ni una palabra. «Tenemos una situación en Berlín», continuó Artemis, y su tono no dejó lugar a la trivialidad. Le informó, en frases concisas y brutales, sobre los incidentes: la masacre silenciosa en el Distrito del Coro, la aparición de una entidad llamada ‘Serafín’. La brecha de contención en el Comité de Investigación y la manifestación de su opuesto, el ‘Penitente’.
«Sus analistas», explicó ella, «han detectado una resonancia simpática, un eco armónico de la frecuencia original, emanando de su sector. Crece en intensidad. Es débil, pero inconfundible. La raíz parece ser la misma que la nuestra».
Enzo apretó la mandíbula, su fachada carismática desmoronándose para revelar el león debajo. Los toques de queda. Las patrullas nocturnas. No era solo agitación local, como había querido creer.
«Su orden es clara, Magister», continuó Artemis. «Reúna a al menos dos efectivos de la Orquesta. Investiguen la anomalía. Nuestros datos preliminares sugieren que el epicentro de la amplificación es el mismo lugar que ha estado causando sus problemas de seguridad: el Vaticano».