“Bajo la Cúpula”


Caminar por la Roma Nocturna bajo un toque de queda era como moverse por los recuerdos febriles de una ciudad moribunda. A diferencia de Berlín, cuya estructura de eficiencia fría y brutalista parecía inmune a la decadencia, Roma era orgánica. Sangraba historia. Sus calles adoquinadas, una imitación perfecta de las originales, parecían suspirar bajo el peso de milenios de secretos. Normalmente, incluso a estas horas, la ciudad bullía con una vida contenida: el eco de la música desde una trattoria clandestina, las discusiones apasionadas que se filtraban por las ventanas abiertas.

Pero esa noche, la ciudad estaba enferma.

El toque de queda impuesto por la Orquesta Romana era un velo de silencio antinatural que cubría las Siete Colinas. Patrullas del Comité de Defensa, con sus uniformes oscuros, estaban apostadas en cada esquina. Sus rostros eran jóvenes, tensos, y sus instrumentos, normalmente en reposo, estaban ahora en sus manos, como si esperaran un ataque que no sabían de dónde vendría. Desde las ventanas oscurecidas de los apartamentos, ojos curiosos y asustados los observaban pasar. En esas miradas, los tres Magisters veían una mezcla peligrosa: la esperanza de que ellos fueran la salvación, y el miedo de que solo fueran el presagio de un final peor.

«La ciudad contiene la respiración», murmuró Enzo, el humo de su pipa formando una voluta efímera en el aire frío. «Nunca me ha gustado este tipo de silencio. Es el silencio que precede a una mala ópera».

«O a una ejecución», añadió Isabella, su voz apenas un susurro. Su abrigo de diseño, tan negro como la noche, la hacía parecer una sombra elegante y mortal.

«¡No sean tan drammatici!», exclamó Fiorell, saltando ágilmente sobre una cadena que acordonaba una plaza. «Es solo un poco de tensión. ¡Le da sapore a la noche! ¡Como un poco de peperoncino en la pasta!». Pero incluso él, mantenía su mano cerca de la empuñadura de sus estiletes.

Llegaron a la Via della Conciliazione, la gran avenida que conducía al Vaticano. Y allí, el mundo se detuvo.

La Plaza de San Pedro estaba desierta. Era un vacío tan absoluto, tan antinatural, que parecía haber sido arrancado de la realidad. Las majestuosas columnatas de Bernini abrazaban la nada. No había turistas, ni fieles, ni siquiera los guardias habituales. Solo un cartel holográfico que parpadeaba con un mensaje impersonal: «CERRADO POR MANTENIMIENTO ESTRUCTURAL. DISCULPEN LAS MOLESTIAS».

La frecuencia anómala que habían sentido en toda la ciudad aquí era una presencia física. Un zumbido sordo que no se oía, sino que se sentía en el pecho, en los dientes, en el alma. Una presión inmensa y silenciosa.

Fiorell se detuvo bruscamente, llevándose una mano enguantada a la sien. «Mamma mia…», siseó. «La resonancia aquí… es como un coro de miles de fantasmas, todos gritando la misma nota en La menor, pero nadie la oye. Me da un dolor de cabeza… terribile».

Enzo lo miró con una pizca de preocupación. La sensibilidad de Fiorell era tanto un don como una maldición. Se acercó y le puso una mano en el hombro, sus nudilleras de armónica emitiendo una suave contrafrecuencia que alivió momentáneamente la presión. «Resiste, niñita. Aún no hemos entrado en el foso de los leones».

Las enormes puertas de la Basílica de San Pedro estaban cerradas, pero Isabella se adelantó. No las forzó. Simplemente posó las yemas de sus dedos sobre la madera antigua y emitió una serie de pulsos, complejos y delicados como el código de una caja fuerte. El viejo mecanismo de la cerradura gimió y cedió con un clac resonante. La puerta se abrió unos centímetros, liberando una ráfaga de aire que olía a incienso viejo y a una energía que helaba los huesos.

Dentro, la oscuridad era casi absoluta, rota solo por los hilos de luz lunar artificial que se filtraban por los altos ventanales y la cúpula de Miguel Ángel. Pero lo más aterrador no era la oscuridad. Era el silencio. Un silencio antinatural, preñado de un poder inmenso que zumbaba, invisible y omnipotente.

No encontraron tecnología. No encontraron cultistas. No encontraron una fuente obvia. Encontraron algo mucho peor: el escenario perfecto.

«No hay un emisor», dijo Enzo, su voz un murmullo que la vasta nave parecía absorber al instante. «Esto… esto no es una fuente. Es una antena».

Isabella cerró los ojos. Su don era único. No solo escuchaba la Sonata del presente, sino también los ecos del pasado, las resonancias impresas en la materia por la historia. Para ella, el mundo era un tapiz de hilos sónicos, visibles y vibrantes.

«Los hilos están… equivocados», susurró, extendiendo una mano, como si pudiera tocar las frecuencias. «El Cántico que viene de Berlín es un hilo principal, fino pero fuerte. Pero aquí… aquí no entra y se detiene. Entra y se… multiplica. Se ramifica. Se alimenta».