La batalla en la catacumba no terminó con un estruendo, sino con una retirada tan precisa y antinatural como la música de un autómata. En el instante en que el nombre "Mozart" parpadeó en la consola holográfica, el líder de la Tonstaffel dio la orden. «Misión secundaria completa. Retirada».
No hubo más disparos. No hubo más confrontación. Las filas de la TS se replegaron en las sombras de los túneles con una disciplina aterradora, dejando tras de sí solo el hedor a ozono de sus Pacificadores y el eco de una verdad imposible. Se llevaron consigo al paralizado Padre Malachias, ahora una pieza de evidencia demasiado valiosa para ser dejada atrás.
El equipo de Elric se quedó en el corazón de la caverna, jadeando, heridos, pero vivos. El repentino vacío de amenaza era casi más desconcertante que la lucha misma. No habían ganado. Simplemente, el enemigo había decidido que la partida había terminado por ahora.
«¿Ganar tiempo?», susurró Brenna, apoyándose en su lira, su mente procesando las implicaciones a una velocidad vertiginosa. «Su misión no era eliminarnos. Era retrasarnos. Impedir que descubriéramos el origen orbital hasta que fuera demasiado tarde».
«Y lo han conseguido», dijo Weber, mirando el núcleo ahora inerte del amplificador. «Lo que sea que estén planeando, la revelación era el pistoletazo de salida. La sinfonía principal está a punto de comenzar».
Elric no dijo nada. Se quedó mirando la proyección del Supresor Mozart, una mota de luz en el cielo artificial, que ahora le parecía una estrella negra, un agujero en la partitura de su realidad. Su escudo. Su guardián. Su verdugo. La escala de la traición era cósmica. La Casa Volker no solo había iniciado una guerra civil, había convertido la propia bóveda celestial en un arma contra ellos.
La noticia llegó al Alto Mando de Nueva Babilonia como una onda de choque. No hubo comunicados oficiales, ni alarmas. La información se extendió a través de canales encriptados de la más alta prioridad, un veneno silencioso que se filtró en las venas del poder. El descubrimiento de Elric era una doble pesadilla, una disonancia perfecta que amenazaba con desgarrar la estructura misma del Comité.
La primera reacción fue la negación. Era imposible. Un fallo en los sensores de Elric. Un truco de la Iglesia Antigua. Pero los datos no mentían. Brenna transmitió el paquete de telemetría directamente a los servidores del Comité de Defensa, y la verdad se solidificó: la firma del Cántico Cismático emanaba, inequívocamente, del Supresor Orbital Mozart.
La segunda reacción fue el pánico.
En una sala de conferencias de emergencia, tan estéril y fría como una morgue, la élite de Nueva Babilonia se enfrentó a un abismo. Compositores Mayores, Directores de Departamento, veteranos... todos ellos, por primera vez, parecían pequeños, sus uniformes y rangos inútiles ante una traición de tal magnitud.
«La implicación es… catastrófica», declaró un hombre del Departamento de Logística, su voz temblando. «No solo significa que hemos perdido el control de nuestra principal arma defensiva, sino que la traición se originó en el nivel más alto. En una de las Casas Fundadoras».
Todas las miradas se dirigieron, inevitablemente, al único miembro de la Casa Volker presente en la sala. Argent Volker, que había sido escoltado allí directamente desde la catacumba, permanecía de pie, su rostro una máscara de calma aristocrática que apenas ocultaba una furia helada.
«Mi familia no es un monolito», dijo, su voz precisa, cada sílaba cortando el aire tenso. «Sugerir que la Casa Volker en su totalidad es responsable de este acto de terrorismo es una falacia lógica. La evidencia apunta a una facción renegada o, más probablemente, a un hackeo externo de una potencia rival. Vestra, quizás».
Nadie se lo creyó, pero nadie se atrevió a contradecirlo abiertamente. La influencia de los Volker era demasiado profunda. Acusarlos directamente sería el equivalente político a un suicidio.
Fue Elric, recién llegado y con el brazo aún vendado, quien rompió el punto muerto.
«Un hackeo no explicaría la financiación secreta a través del ‘Proyecto Midas’», dijo, su voz resonando con una autoridad tranquila pero inquebrantable. «No explicaría la construcción de la catacumba ni el despliegue coordinado de la Tonstaffel. Esto no es un ataque externo, Administrador. La enfermedad está dentro de casa».
La fractura se hizo visible. El Comité se dividió en dos. Aquellos leales al orden pragmático y a la influencia de los Volker, y aquellos leales al deber, a Elric y a la verdad, por terrible que fuera.