La tensión en Berlín, una guerra fría librada en despachos y archivos, era un lujo que Roma ya no podía permitirse. Porque en Roma, la obertura silenciosa del Cántico Cismático estaba a punto de convertirse en una ópera de aniquilación.
Dentro de la Basílica de San Pedro, Enzo, Isabella y Fiorell sintieron el cambio. No fue un estruendo, sino un aumento de la presión sónica, como si el aire mismo se estuviera solidificando a su alrededor. El suave zumbido fantasmal que impregnaba la catedral se intensificó, afinándose, enfocándose. Dejó de ser un eco. Se convirtió en una transmisión directa, clara y poderosa.
«Está aquí», susurró Isabella, su mano aún sobre el mármol del altar. «La señal principal… Mozart está transmitiendo directamente a este nexo. Lo están usando. Nos están usando».
En el centro de la nave, bajo la cúpula, Fiorell cayó de rodillas, con las manos en las sienes. «¡È troppo forte!», gritó, su voz un eco ahogado en la inmensidad. «¡Es demasiado fuerte! ¡La melodía… está llamando! ¡Puedo oírla… está llamando a sus coros!».
Y fuera, en la Ciudad Eterna, los coros respondieron.
La transformación no fue gradual. Fue un apocalipsis en tiempo real. Un evento sonático a escala de ciudad.
En los distritos devotos de El Coro, cerca del Panteón y a lo largo de los Foros Imperiales, miles de ciudadanos, en mitad de una cena, de una conversación, de un sueño, se detuvieron. Sus ojos se volvieron blancos, sus rostros se alzaron hacia el cielo falso, transfigurados por una gracia terrible. Y entonces, ascendieron. No como individuos, sino como una congregación. Miles de pilares de luz pura y silenciosa brotaron de las calles, de los edificios, perforando el velo de la Noctara. Se convirtieron en Serafines. Simultáneamente. Las calles no se llenaron de monstruos, se vaciaron. Y en su lugar, quedaron zonas de una paz tan absoluta, de una armonía tan perfecta, que la propia materia comenzaba a deshacerse en su presencia. Un coche aparcado se desintegró en un susurro de átomos. Un árbol se disolvió en polvo de luz. Era una aniquilación hermosa.
Al otro lado de la ciudad, en los barrios obreros cercanos a Trastevere, donde la fe de la Iglesia Antigua ardía con la fuerza de la desesperación, la respuesta fue la antítesis. Miles de creyentes gritaron. No de éxtasis, sino de una agonía que se hizo carne. Sus cuerpos se retorcieron, el óxido y el acero brotando de su piel en una penitencia blasfema. Incontables Penitentes surgieron a la vez, no para purificar, sino para desgarrar. Su disonancia colectiva era una onda de choque que agrietaba el hormigón y rompía los cristales. El orden se colapsó en una cacofonía de violencia y sufrimiento.
Dentro del Vaticano, los tres Magisters lo sintieron todo. A través de sus dones, presenciaron el colapso de su ciudad.
«Tenemos que salir de aquí», dijo Enzo, su voz ahora un rugido. El León estaba despierto. «La Orquesta… ¡tengo que dar la orden!».
Salieron corriendo de la basílica, de vuelta a la pesadilla. La Plaza de San Pedro ya no estaba vacía. En un lado, un escuadrón de Serafines flotaba, inmóvil, su luz blanqueando el mármol. En el otro, una horda de Penitentes avanzaba, dejando surcos de óxido en el suelo sagrado. La guerra había llegado al umbral de Dios.
La batalla que siguió fue un ejercicio de futilidad. La mitad del Comité de Defensa romano fue borrado en cuestión de horas. Eran superados no por la fuerza, sino por la paradoja. Si disparaban una nota contra un Serafín, su propia resonancia era "purificada" y sus instrumentos se desintegraban, sus cuerpos siguiendo poco después. Si se enfrentaban a un Penitente, la disonancia corrompía su conexión con la Sonata, volviendo sus dones contra ellos en una agonía insoportable.
Enzo, Fiorell e Isabella lucharon con la desesperación de los condenados.
Enzo era una tormenta de bronce y furia, sus nudilleras de armónica desatando ráfagas sónicas que podían derribar a un Penitente, pero cada ataque lo dejaba vulnerable al aura de paz mortal de un Serafín cercano. Isabella era una bailarina espectral, tejiendo patrones de silencio para crear caminos seguros, pero su poder, tan sutil, era como intentar contener un tsunami con hilos de seda. Fiorell era un torbellino de caos, sus estiletes mantenían a raya a los Penitentes, pero el esfuerzo lo estaba desgarrando por dentro.
«¡No podemos ganar!», gritó Isabella por el comunicador, su voz por primera vez mostrando una fisura en su calma. «¡Por cada uno que derribamos, aparecen diez más!».
Fue Enzo quien tomó la decisión imposible. Miró su ciudad, su ópera, ahora un libreto de muerte y desesperación. Y eligió.
«¡EVACÚEN!», rugió su voz a través de todos los canales del Comité. «¡Todas las unidades, retirada! ¡El objetivo ya no es contener! ¡Es salvar a los que podamos! ¡Lleven a los civiles no afectados a los puntos de extracción del Muro Este! ¡Ahora! ¡Es una orden del Magister Mayor!».