“Un Ave, un César”


La guerra en Roma no se libraba con frentes definidos ni estrategias elegantes. Era una cacería urbana en un laberinto de historia y terror. En esa cacería, Brenna era la depredadora. Era la punta de lanza de la Orquesta de Berlín, la nota disonante que se abría paso a través de la cacofonía de la Ciudad Eterna con una ferocidad brutal, pero inequívocamente calculada. Su risa, áspera y desquiciada, era lo último que escuchaba una célula de Penitentes antes de ser silenciada por el rugido de su lira de batalla, el Orpheus' Klage.

Se movía no como un soldado, sino como un tornado. Cada uno de sus movimientos era una declaración de intenciones. Usaba el caos a su favor, canalizando las ondas de choque de las explosiones para propulsarse, leyendo el terreno como si fuera una partitura de violencia que solo ella podía interpretar. Las rutas que había identificado desde Berlín, pasajes olvidados y alcantarillas antiguas, eran su dominio. "Despejar el camino", le había ordenado Elric. Para Brenna, eso significaba arrancar la maleza de raíz, quemar el bosque y salar la tierra.

Su pequeña unidad de asalto, compuesta por los veteranos más duros del Comité Romano que aún quedaban, la seguía con una mezcla de temor reverencial y pura adrenalina. Verla en acción era como observar un huracán contenido en forma humana.

«¡Flanco izquierdo, tres firmas hostiles! ¡Patrón de ataque en pinza!», gritó uno de los romanos por el comunicador.

«¡Lindo! ¡Me gusta cuando intentan ser inteligentes!», respondió Brenna, su voz un gruñido excitado. Sin detenerse, hizo girar su pesada lira y desató un acorde devastador que no viajó en línea recta. Rebotó en la pared de un edificio renacentista, se dividió en el eco y golpeó al enemigo desde dos ángulos imposibles a la vez. El sonido de bio-metal quebrándose fue música para sus oídos.

Pero mientras se adentraban más en el corazón de la ciudad en cuarentena, algo cambió. La frecuencia del enemigo se alteró. El enjambre caótico de firmas de Penitentes comenzó a… ordenarse. Se movían con una nueva disciplina, como si un director invisible hubiera tomado la batuta. Sus emboscadas se volvieron más sofisticadas. Sus retiradas, más tácticas. Y en el centro de esa nueva sinfonía de terror, había una nota. Una sola.

Una firma sonática de una disonancia tan poderosa y pura que hacía que el aire mismo pareciera vibrar con dolor.

La encontraron por primera vez cerca del Foro Romano. O, mejor dicho, ella los encontró. Una sombra entre las majestuosas ruinas. No era una horda. Era una sola figura. Un Penitente diferente a todos los que habían visto. Su armadura de óxido no era un amasijo caótico, sino que se asemejaba a la segmentada armadura de un gladiador antiguo. No empuñaba garras improvisadas, sino una monstruosidad que recordaba a un spatha romano, forjado en hueso y metal retorcido. No se movía como una bestia rabiosa. Se movía como un cazador. Inteligente. Paciente. Letal.

«Atención todas las unidades», resonó la voz de Enzo por el canal de mando, un tono de urgencia en su voz. «Tenemos una nueva variable. Una firma de Nivel… Rapsódico, probablemente. Ese "Gladiador" está diezmando nuestras avanzadillas. Está cazando. Les repito, está cazando».

La criatura levantó su cabeza, y aunque no tenía rostro, Brenna sintió que la miraba. En su presencia, sintió un eco familiar, una resonancia que entendía a un nivel primario. Era la misma clase de ruido que ella llevaba dentro. Una furia pura, una disonancia existencial, pero en él, no era caótica. Estaba forjada, afilada, convertida en una herramienta de precisión mortal.

El Penitente se lanzó. No hacia la unidad. Hacia ella.

Brenna respondió con un rugido de júbilo. Su lira cantó una canción de desafío. Sus ataques chocaron en medio de las ruinas del Foro. No fue una batalla; fue un duelo. Cada uno anticipaba el movimiento del otro, una danza de dos monstruos que hablaban el mismo idioma de violencia. La criatura no se dejaba engañar por sus fintas, no caía en sus trampas sónicas. Desviaba sus acordes de choque con su espada de hueso, que parecía absorber el sonido.

La unidad de Brenna intentó intervenir, pero el Campeón era demasiado rápido, demasiado preciso. Con un solo movimiento, rebanó a dos de los romanos sin siquiera mirarlos, sus ataques tan eficientes que parecían una coreografía mortal.

«Brenna, retírate», ordenó Elric. «Reagrúpate. No puedes enfrentarlo sola».

«¡No estoy sola, Ancla!», respondió ella, esquivando un tajo que partió una columna de mármol de dos mil años. «¡Tengo la mejor compañía que podría pedir!».

Se miraron el uno al otro a través de la plaza en ruinas, dos predadores reconociéndose. Y Brenna entendió. Esta criatura no quería simplemente matar. Quería probarse a sí misma. Quería un desafío digno. Y en ella, lo había encontrado.

La idea floreció en su mente, tan salvaje y perfecta como un acorde prohibido. Sonrió, una sonrisa genuina y aterradora.