El aterrizaje no fue en una pista ordenada, sino en el corazón de una ciudad improvisada, nacida de la necesidad y la desesperación. Los transportes de la Orquesta de Berlín descendieron en una nube de polvo sobre los distritos exteriores de la Noctara de Roma, en lo que antes era una zona industrial olvidada y ahora se había convertido en un bullicioso campamento de refugiados.
Era Roma en el exilio. Un caos vibrante que olía a café quemado, a extraña unidad y a una humanidad indomable que se negaba a ser silenciada. Miles de civiles romanos, evacuados en la caótica retirada, habían reclamado las ruinas como suyas. Las calles se habían llenado de tiendas de campaña hechas con lonas de suministros, de tendederos con ropa colgada entre viejas vigas de acero, y de hogueras que ardían en bidones de metal, alrededor de las cuales se contaban historias y se compartían raciones.
A diferencia de la disciplina silenciosa de Berlín, esto era una ópera de supervivencia. Se oían discusiones a gritos sobre cómo racionar el agua, niños riendo mientras perseguían a un perro callejero entre los escombros, y un grupo de ancianos que jugaban a la briscola sobre una caja de municiones, apostando cigarrillos como si el mundo no se estuviera acabando al otro lado del muro. Un joven emprendedor incluso había montado un puesto con un cartel de cartón que rezaba "Espresso del Apocalisse", sirviendo un líquido oscuro y amargo que, de alguna manera, sabía a resistencia.
En medio de este escenario, los Compositores de Berlín desembarcaron. Con sus uniformes negros, su disciplina marcial y sus rostros graves, parecían figuras de otro mundo. Anomalías de orden en un ecosistema de caos. Fueron observados por los romanos con una mezcla de emociones: la curiosidad hacia los legendarios y fríos "germanos", la esperanza desesperada de que ellos fueran la caballería, y una innegable pizca de la vieja rivalidad. "¿Han tardado bastante, no?", murmuró un Compositor romano a su compañero, con suficiente sarcasmo para que lo oyeran.
Elric, Weber, Fékio y Brenna fueron recibidos no por un oficial de protocolo, sino por el Magister Mayor Enzo Bellini. "Il Leone" estaba de pie junto a una tienda de mando que parecía a punto de derrumbarse, con su traje de diseño ahora cubierto por una fina capa de polvo y una pipa apagada entre los dientes. La sonrisa carismática seguía ahí, pero sus ojos contenían un cansancio de siglos.
«Magister Damonth», dijo, extendiendo una mano. «Bienvenido a lo que queda de mi rancho. Espero que hayan traído su propio vino».
«Solo hemos traído armas, Magister Bellini», respondió Elric, estrechando su mano. El apretón fue firme. Un respeto inmediato, teñido de cautela, se estableció entre los dos líderes.
Junto a Enzo, Isabella Sforza coordinaba la llegada de un convoy de suministros con una eficiencia silenciosa. Su elegante uniforme estaba impecable, un milagro en medio del polvo. Intercambió una breve pero significativa mirada con Brenna, un reconocimiento tácito entre dos mujeres que claramente no perdían el tiempo en formalidades. Y un poco más allá, Fiorell Ricci estaba en cuclillas, rodeado por un grupo de niños huérfanos. Estaba creando pequeñas mariposas de luz sónica que revoloteaban entre sus manos, arrancando risas donde solo debería haber lágrimas.
Mientras Elric y Enzo se dirigían a la tienda de mando, la vista siguió a los demás. Fékio, Franz y Liesel se encontraron con los Compositores romanos supervivientes. El contraste era palpable. Los de Berlín, entrenados para una guerra de contención y precisión. Los de Roma, acostumbrados a un combate más instintivo y pasional. Intercambiaban historias, comparando cicatrices y evaluando la moral. La atmósfera era de una sombría camaradería, la de soldados que saben que están a punto de entrar en un infierno del que quizás no saldrán.
Dentro de la tienda, el olor a café fuerte lo impregnaba todo. Un mapa holográfico de Roma flotaba en el centro, parpadeando con alarmantes iconos rojos y blancos. La atmósfera de jovialidad se desvaneció, reemplazada por la cruda realidad de la guerra.
«No fue una batalla. Fue una conversión», comenzó Enzo, su voz ahora despojada de cualquier carisma, dejando solo al estratega. Sus dedos danzaban sobre el mapa, señalando las vastas zonas de influencia. «Aquí, alrededor del Coliseo. El Coro. Ascendieron a Serafines. No atacan. Son. Su presencia es un campo de aniquilación pasiva. La materia se disuelve en su armonía perfecta. No puedes luchar contra ellos. Solo puedes... no estar ahí».
Su dedo se movió al otro lado de la ciudad virtual. «Y aquí, en Trastevere. La Iglesia Antigua. Los Penitentes. Ellos son lo contrario. Son caos puro, impredecibles. Se mueven por puro instinto de dolor y disonancia. Desgarran, corrompen. La proximidad a ellos desafina tu propia conexión con la Sonata». Hizo una pausa, su mirada encontrando la de Elric. «Y la ciudad... la propia ciudad es su cómplice. El Coliseo, las catacumbas, el Vaticano... están conectados por las viejas líneas ley. No son solo lugares; son un circuito. Un amplificador gigantesco para el Cántico que viene de nuestro Mozart».
Isabella entró en la tienda, su presencia tan silenciosa que casi no la notaron. «Es un coro que intenta afinar a una orquesta a la fuerza», dijo, su voz tranquila añadiendo una capa de horror poético. «La sensación sonática dentro de la Noctara es insoportable. Los ‘hilos’ del Cántico se han anclado a los lugares con la mayor resonancia histórica. Cada oración, cada batalla, cada martirio que ha ocurrido en esta ciudad durante tres mil años está ahora alimentando su canción. Han convertido nuestra herencia en nuestra propia arma».
Fiorell apareció en la entrada, su sonrisa ahora completamente borrada. Se cruzó de brazos, su expresión seria por primera vez. «Y lo peor de todo, capo… es que no se pelean entre ellos. Los Serafini y los Penitenti se ignoran mutuamente, como si tuvieran un pacto de no agresión. Son dos conciertos distintos en el mismo teatro, pero la pieza final es la misma: un réquiem. Un réquiem para todo lo que no sea ellos».
La sala quedó en silencio, el peso del informe asentándose sobre ellos. El problema era mucho peor de lo que los fríos datos de Berlín podían transmitir. Era una paradoja táctica. Una guerra contra dos absolutos opuestos que no podían ser combatidos con las mismas armas ni con la misma lógica.
Elric sabía que el tiempo se agotaba. Tenía que trazar el plan. El suicidio organizado. Y conseguir que estos romanos, orgullosos y heridos, lo aceptaran.
Con el rostro impasible de quien ha visto caer ciudades antes, caminó hacia el mapa holográfico y, con un gesto, proyectó los planos técnicos traídos de Berlín.