“Cantata para un Santuario”


Roma no era una ciudad; era una herida abierta. La llegada de la Orquesta de Berlín fue menos un desembarco de rescate y más un descenso a un infierno musical. La Ciudad Eterna se convulsionaba bajo el peso del Cántico Cismático, una ópera de aniquilación donde cada nota era una nueva forma de morir. La belleza de los Serafines era un veneno para la vista, y la agonía de los Penitentes, una plaga para el oído.

Fékio Scarlatti formaba parte de la vanguardia, avanzando por los antiguos acueductos subterráneos, un laberinto de piedra y agua estancada. Era un pasaje supuestamente seguro hacia el epicentro en el Vaticano. La acústica de los túneles era una pesadilla, cada paso reverberaba, cada goteo de agua sonaba como un disparo en la oscuridad. Fékio demostró su valía táctica, identificando puntos de emboscada por los cambios sutiles en la resonancia del aire, guiando a su unidad a través de la penumbra con una precisión casi premonitoria. Pero había una reticencia en él. Sostenía el Sacro Elène, el contrabajo de su madre, no como un arma, sino como un escudo, una reliquia sagrada que se resistía a profanar con violencia. Cada nota defensiva que se veía obligado a tocar parecía un grito de protesta del propio instrumento.

No hubo advertencia. En una de las cisternas más grandes, una cámara abovedada del tamaño de una catedral subterránea, fueron emboscados.

No fue un ataque táctico. Fue una avalancha de dolor. Docenas de Penitentes emergieron de los túneles laterales, una horda de bio-metal oxidado y disonancia pura. No se movían como un ejército; se movían como una marea, un enjambre de agonía cuyo único propósito era desgarrar, corromper, destruir.

La unidad de asalto, aunque formada por veteranos, se vio superada al instante. La cacofonía de los Penitentes era un arma en sí misma, una frecuencia que atacaba directamente al sistema nervioso, causando mareos, náuseas y confusión. La formación se rompió. El plan se vino abajo.

«¡No podemos contenerlos!», gritó Enzo, sus nudilleras de armónica emitiendo ondas de choque que apenas lograban frenar la marea. «¡El supresor debe llegar al Vaticano! ¡Alguien tiene que crear una distracción!».

Fue una sentencia de muerte, y todos lo sabían. Fékio miró a su alrededor. Vio al equipo de Elric y Brenna luchando por abrirse paso. Vio a Franz y a una aterrorizada Liesel intentando mantener una línea defensiva. Y vio la horda. Interminable.

Tomó la decisión en el lapso de un latido del corazón. La decisión que lo definiría.

«¡Nosotros lo haremos!», gritó por el comunicador, su voz resonando con una autoridad que ni él mismo sabía que poseía. «¡Mi unidad creará la distracción! ¡Sigan adelante!».

«Scarlatti, eso es…», respondió la voz de Elric, grave y preocupada.

«París le enseñó que a veces los suicidios son necesarios, Magister», replicó Fékio. Y luego, gritó a su unidad: «¡Conmigo! ¡Vamos a hacer algo de ruido!».

Se separaron. Fékio, Franz, Liesel y un puñado de romanos giraron y comenzaron a tocar no una sinfonía defensiva, sino una provocación. Tocaron la melodía más ruidosa, disonante y caótica que pudieron improvisar, una balada de desafío suicida. Y la horda, como un animal atraído por la sangre, cambió de objetivo.

Fueron ellos. Se retiraron por un túnel secundario, con la masa de Penitentes pisándoles los talones, comprándole al equipo de élite los preciosos segundos que necesitaban para escapar. Dados por muertos, se adentraron más en las ruinas, hasta que emergieron, malheridos y agotados, en lo que parecía una antigua basílica, una de las muchas iglesias olvidadas de Roma.

El interior estaba a oscuras, pero no estaba vacío. Unas pocas velas iluminaban el espacio, revelando a un pequeño grupo de civiles acurrucados en un rincón. Unos pocos adultos y una docena de niños huérfanos, sus rostros sucios marcados por el terror. Una monja anciana se interpuso entre ellos y la puerta, con un crucifijo en la mano como si fuera un arma.

Fékio bajó su instrumento. No eran el enemigo. Eran lo que quedaba. El santuario improvisado se convirtió en su fortaleza. Barricaron las puertas. Franz estableció un perímetro. Liesel, a pesar de su miedo, usó su don para "escuchar" el movimiento de los Penitentes que, inevitablemente, los habían rastreado.

Se había convertido en su guardián.

Su conflicto se hizo tangible. Su deber ya no era una idea abstracta; tenía los rostros asustados de los niños que lo miraban como si fuera un ángel guardián. Pero el santuario era una trampa mortal. Afuera, los Penitentes arañaban las paredes de piedra, su cacofonía una tortura constante. Y arriba, patrullando el cielo como buitres de luz, estaban los Serafines. Su mera proximidad era un veneno silencioso. Fékio podía sentir su armonía pura y mortal, una frecuencia que hacía que el aire vibrara, que amenazaba con disolver la imperfección de los cuerpos de los civiles a su cargo. Estaban atrapados entre un infierno que desgarraba y un cielo que borraba.