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“Your Battle Is My Battle”
La luz dorada que emanaba del Sacro Elène parpadeaba, frágil como la llama de una vela en una tormenta. Podía sentirla. Sentía cómo la canción de mi madre se aferraba a la realidad con la poca fuerza que le quedaba, alimentándose de la mía. Mi sangre, tibia y espesa, goteaba de mi nariz sobre la madera agrietada, pequeñas ofrendas rojas sobre un altar a punto de quebrarse. Afuera, el silencio de los Penitentes era temporal. Sabía que no se habían ido. Solo esperaban a que la música terminara.
El instrumento de mi madre gemía bajo la tensión. Había sido construido para sanar, para proteger, no para sostener el peso de un milagro forzado. Podía sentir sus fibras protestando, la resonancia de su alma deshilachándose. Lo último que me quedaba de ella… y lo estaba destruyendo, usándolo para algo para lo que nunca fue concebido. Pero ¿qué más podía hacer? Toda mi vida había sido así: una sombra proyectada por soles más grandes. El hijo de la legendaria Elène Scarlatti. El protegido del ancla de París. Yo, que siempre he luchado con las herramientas de otros, con los legados de otros. La prótesis en mi pierna era una obra de Brenna, una lección de Weber; la misma voluntad de luchar, un eco de Elric. Yo no tenía nada propio.
El pensamiento fue una nota de desesperación que resonó más fuerte que cualquier melodía. El contrabajo modificado para la batalla, el rifle-arco, mi torpe intento de ser algo más… no era más que una profanación. Una sombra intentando imitar la luz.
Y entonces, el sonido.
CRACK.
No fue el sonido de un trueno. Fue el sonido de un corazón de madera rompiéndose. Un lamento final, agudo y doloroso. La luz dorada se extinguió. El Sacro Elène se partió en dos en mis manos, su cuello fracturado, las cuerdas rotas colgando como tendones seccionados. Lo último de ella… se había ido.
La cacofonía del exterior regresó de golpe, más fuerte, más hambrienta. El santuario estaba indefenso. La esperanza murió con esa nota rota. Me quedé de rodillas, rodeado por los niños que lloraban y el silencio de mi fracaso.
Caí en un vacío. Un silencio interior más profundo que la propia nada. Oscuridad. Soledad. El final.
Y en esa nada, un vestigio de luz.
Un único hilo de resonancia dorada emanaba de las ruinas del contrabajo, una última brasa en una hoguera extinta. La luz tomó forma.
«¿Mamá?»
No como la recordaba de las fotografías, la heroína, la Magister. Era simplemente… ella. Con la misma sonrisa cansada y amorosa que me dedicaba antes de dormir. Se arrodilló frente a mí en ese vacío de mi alma y me abrazó. No sentí calor físico. Sentí… un recuerdo. Sentí la promesa de un hogar que ya no existía.
Su voz no sonó en mis oídos, sino en mi memoria. Un susurro que siempre había estado ahí, pero que nunca había escuchado realmente. El nombre. El verdadero nombre de mi música. El Réquiem que ella había sembrado en mi firma sonática desde que era un niño.
Las canciones que me tarareaba antes de dormir. Las notas graves del contrabajo. No eran canciones de cuna. Eran lecciones.