La transformación del Sacro Elène fue un acto de una belleza blasfema. La madera de abeto y arce, que una vez resonó con canciones de cuna se retorció y se afiló, obedeciendo a una nueva partitura. Se convirtió en una guadaña, un instrumento de finales, cuya hoja curva era de una madera negra y pulida como la obsidiana y cuya larga asta era el mástil del contrabajo, ahora un diapasón de silencio. La prótesis de Fékio zumbó, sincronizándose, convirtiéndose en el contrapeso de ese terrible instrumento.
Frente a él, la criatura que había sido Franz se irguió. Ya no era un simple Penitente. El sacrificio de su propia voluntad, su último acto de protección, lo había convertido en algo más. Era un mártir de la disonancia, más grande, más rápido, su odio y su dolor ahora puros, sin la distracción de la fe. Era la encarnación del deber roto.
Liesel sollozó, un sonido pequeño y quebrado. «Franz…».
El Penitente soltó un rugido, y no fue un sonido; fue una onda de choque de pura negación que hizo temblar los cimientos de la basílica. El mármol del suelo a sus pies se agrietó y se corrompió, el óxido floreciendo instantáneamente como una plaga carmesí. Se abalanzó, una avalancha de metal desgarrado y furia.
Fékio no se movió. No levantó un escudo. No se preparó para el impacto. En cambio, cerró los ojos y escuchó.
Tick. Tock.
El metrónomo de su alma comenzó su cadencia. Vio el ataque no como un movimiento físico, sino como una frase musical. Una serie de notas caóticas y brutales que buscaban un clímax en su destrucción. Esperó el silencio. El brevísimo instante entre el final de una nota y el comienzo de la siguiente.
Justo cuando la garra del Penitente-Franz estaba a punto de alcanzarlo, Fékio se movió. Su movimiento no fue rápido; fue… puntual. Se deslizó hacia un lado, y la guadaña danzó. La hoja de madera negra no chocó contra el metal. Lo cortó. Y lo que cortó no fue la carne. Fue el sonido.
La garra del Penitente pasó a través del espacio que Fékio acababa de ocupar, pero su resonancia ofensiva, la disonancia que corrompía todo lo que tocaba, se desvaneció, negada por la guadaña de silencio. El ataque falló, no porque fuera esquivado, sino porque su propósito había sido borrado a mitad de camino.
La criatura se detuvo, confundida por primera vez. Un atisbo de la lógica del Compositor que fue, luchando contra el instinto animal. ¿Cómo era posible?
Fékio no le dio tiempo a procesarlo. Su Réquiem exigía su propio ritmo. Se deslizó hacia adelante, la guadaña describiendo un arco elegante y mortal. No apuntó a las junturas de la armadura, ni al núcleo de la criatura. Apuntó al eco sónico de su furia. El tajo fue limpio, silencioso. La criatura no sangró. El aura de odio que la rodeaba vaciló, como una llama privada de oxígeno.
El Penitente-Franz rugió de nuevo, esta vez no solo de ira, sino de frustración. Desgarró un banco de madera con sus garras y se lo arrojó a Fékio. El proyectil voló por el aire, silbando.
Fékio no lo esquivó. Simplemente levantó la guadaña y la interpuso en su trayectoria. No hubo un estruendo de madera contra madera. Hubo un thump sordo. La energía cinética del banco se disipó, su sonido negado, y cayó al suelo a sus pies, inerte.
Esta batalla no era de fuerza. Era de cancelación. Su Réquiem imponía silencio. La negación absoluta de la canción del enemigo.
Dies Metronomus no era un ataque escandaloso o una danza mortífera, todo lo contrario: un estado.
Una negación inversa que buscaba tiempos de silencio entre las notas rivales, un metrónomo en la visión de Fékio que le indicaba cuando y como cortar. Las frecuencias proyectándose como carne para rebanar en el momento justo.
Liesel observaba desde la seguridad del altar, con los niños aterrorizados detrás de ella. Veía a sus dos amigos enzarzados en una danza imposible. Uno era un huracán de ruido y dolor. El otro, el ojo tranquilo de la tormenta.