Su Beso de Plata (Redux)(MP3_160K).mp3
“Su Beso de Plata”
No hay nada más honesto que una pelea a muerte. Se caen las máscaras. Desaparecen los títulos. La política, la moral, el deber… todo se vuelve ruido de fondo. Solo quedamos dos notas disonantes, cada una intentando que la otra se silencie para siempre. Y yo, por primera vez desde que llegamos a esta ciudad de santos y fantasmas, me sentía como en casa.
La arena del Coliseo estaba bajo mis pies. El polvo olía a historia y a sangre seca. A mi alrededor, las gradas vacías parecían llenas de espectros, los ecos de mil años de violencia animándome. Y frente a mí, mi compañero de baile. La única cosa en esta maldita ciudad que parecía entenderme. No nos debíamos explicaciones. Nos debíamos una carnicería.
Sonreí. Sentí ese familiar calor extendiéndose por mis venas, la música de mi sangre acelerándose, el trance bélico que era mi verdadero don y mi peor maldición. Era hora de tocar.
Me lancé.
El Orpheus' Klage rugió en mis manos. La primera nota no fue sutil. Fue un acorde gutural, una onda de choque que arrancó las piedras de la arena. Fue una pregunta directa: ¿eres tan duro como pareces?
Lo era. Su espada de hueso, una cosa horrible de ver, se alzó y cortó mi ataque por la mitad, dispersando el sonido. Ni siquiera retrocedió un paso. Impresionante. Hacía tiempo que nadie aguantaba así mi saludo.
Comenzó el baile. Un torbellino de movimiento y furia calculada. No luchaba como los otros, con su elegancia y sus posturas. Yo luchaba como un animal callejero que ha aprendido a leer partituras. Me muevo en ángulos impredecibles, usaba las paredes en ruinas de la arena para rebotar mis ataques, mezclaba ráfagas de largo alcance con brutales golpes físicos a corta distancia. Era una sinfonía de caos, diseñada para abrumar, para romper el ritmo del oponente, para encontrar la grieta en su armadura y meter el cuchillo hasta el fondo.
Y por un momento, funcionó. Él era poderoso, era preciso, pero era un clásico. Sus movimientos eran los de un guerrero entrenado, predecibles en su perfección. Mis ataques, en cambio, eran la improvisación de un músico de jazz psicótico. Lo hice retroceder. Cada uno de mis acordes arrancaba fragmentos de su armadura de óxido. Mis ataques físicos, rápidos y viciosos, lo desequilibraban. Sentía la victoria acercándose, el crescendo final de nuestra pieza.
Lo arrinconé contra una de las antiguas puertas de los gladiadores. Salté, mi lira preparada para el golpe de gracia, una nota final y atronadora que lo haría polvo. Iba a matarlo. Estaba disfrutándolo.
Fue entonces cuando rugió.
No fue un rugido de dolor. Fue de… adaptación. Una única y afilada púa de bio-metal brotó de su espalda y se clavó en la pared de piedra a su lado. No sé qué hizo, si absorbió los minerales, la resonancia histórica del lugar o simplemente la desesperación pura del ambiente, pero una luz roja y enfermiza recorrió su cuerpo. Las grietas en su armadura se sellaron. La energía que lo rodeaba se intensificó. Se había curado. Completamente.
Y lo peor… me miró. Y supe que había aprendido.
Todo mi patrón de ataque. Cada finta. Cada nota de mi repertorio de violencia. Lo había leído, lo había procesado y ahora lo conocía tan bien como yo.
Ahora el baile cambió de tempo. Yo atacaba, y él predecía. Mi ráfaga sónica era desviada antes de que se formara. Mi barrido bajo era esquivado con una fluidez imposible. Era como luchar contra mi propio reflejo en un espejo oscuro. Cada movimiento mío, él tenía un contramovimiento perfecto. Me estaba desmantelando, pieza por pieza. Y yo, consumida por mi propio trance, solo respondía con más furia, con ataques más salvajes.