Volver a la batalla después de haber descubierto la partitura del fin del mundo fue un ejercicio de control absoluto. Cada paso de Argent Volker a través de las calles devastadas de Roma era una pieza de ajedrez moviéndose en un tablero que solo él veía en su totalidad. Llevaba en su dispositivo personal el poder de un dios, el evangelio digital de la purga de su familia. El peso de ese conocimiento era inmenso, pero su rostro no traicionaba nada. Era una máscara de calma aristocrática, un silencio perfectamente afinado en medio del caos.
El dilema en su mente no era moral, sino estratégico. Era una ecuación fría con variables de poder y legado.
Variable A: Entregar el código a Elric Damonth.
Consecuencia Positiva: Detener la locura inmediata de Freya, salvar a los Compositores (un activo útil, aunque imperfecto), y posicionarse como el salvador pragmático, el Volker razonable.
Consecuencia Negativa: Exponer a su familia. Destruir dos siglos de legado y poder meticulosamente construidos. Suicidio dinástico.
Variable B: Ocultar el código.
Consecuencia Positiva: Preservar el poder de su familia. Permitirle usar el código más tarde, a su manera, para tomar el control no solo de los renegados, sino de todo Nueva Babilonia, afinando el mundo a su propia y silenciosa melodía.
Consecuencia Negativa: Riesgo extremo. Si la facción de Freya ganaba y consolidaba su poder, él mismo, un "defectuoso" sin resonancia, sería prescindible. Y si Elric ganaba sin su ayuda, sería juzgado como cómplice.
Cada opción era un riesgo. Cada camino, una apuesta. Caminaba por una cuerda floja tendida sobre un abismo, y a ambos lados, lo esperaba una forma diferente de ruina.
Su comunicador sonó. Era la voz de Weber. «Argent, ¿dónde estás? ¡Hemos perdido a Brenna en el Coliseo y Elric se dirige al punto de encuentro final cerca del Vaticano! ¡Lo necesitamos!».
«En camino», respondió Argent con una calma que desmentía el torbellino de cálculos en su cabeza. «He asegurado el punto de extracción secundario. Tuve… un encuentro con una célula de cultistas. Retrasos inevitables».
Mintió con la misma facilidad con la que respiraba. La mentira era simplemente otra herramienta.
Interceptó al grupo de Elric en el Largo di Torre Argentina, una plaza llena de ruinas de templos de la antigua república romana. Era un escenario irónico, un cementerio de un imperio caído donde se decidiría el destino de uno nuevo. Elric, Enzo y un puñado de Compositores se preparaban para el asalto final al Vaticano. Al ver a Argent, algunos lo miraron con alivio, otros con sospecha.
Elric, sin embargo, no lo miró de ninguna de esas dos maneras. Lo miró con certeza.
«Administrador Volker», dijo Elric, su voz tranquila pero cortante. «Me alegro de que haya decidido unirse a nosotros de nuevo». Hizo una seña al resto del equipo. «Adelántense. Aseguren el perímetro de la Via della Conciliazione. Necesito hablar con el Administrador a solas».
El resto del equipo obedeció, dejando a los dos hombres solos entre los fantasmas de la vieja Roma. Gatos salvajes, los únicos habitantes que quedaban, los observaban desde las columnas rotas. La amenaza de la violencia no era explícita, pero estaba allí, en la forma en que Elric sostenía su Chantepierre, no como un instrumento, sino como un arma.
«Lo sé, Argent», dijo Elric, rompiendo el silencio.