“Última Nota antes del Amanecer”


La victoria es una mentira fugaz. Una sola nota de triunfo en una sinfonía de desesperación.

Desde las profundidades de una Roma profanada, Elric Damonth sostenía el código, el arma que podía silenciar el Cántico, pero su descubrimiento solo iluminaba la inmensidad de la oscuridad. La Orquesta de Berlín y lo que quedaba de la de Roma estaban atrapadas en una guerra que no podían ganar. Roma no era un campo de batalla; era un altar de sacrificios, y ellos eran la ofrenda.


SANTUARIO IMPROVISADO EN LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA

El polvo se asentó. Fékio Scarlatti se irguió en el centro de la basílica, la forma espectral de su guadaña en los restos fracturados del Sacro Elène. Había vencido a Franz. Había protegido a los huérfanos. Por un instante, una sensación de poder, de haber encontrado finalmente su propia música, lo embargó. Pero fue solo eso, un instante. Un solo de un segundo en medio de un réquiem.

Al salir, la realidad lo abofeteó. Su victoria personal era minúscula, una gota de lluvia en un océano de fuego. Desde la cima de la basílica, vio la verdadera escala del apocalipsis. El horizonte de la Ciudad Eterna era un lienzo de terror sagrado. Columnas de luz pura —Serafines ascendiendo— se alzaban hacia el cielo falso, borrando barrios enteros en su silenciosa perfección. Y en las calles de abajo, ríos de disonancia —hordas de Penitentes— fluían, corrompiendo la arquitectura milenaria con su toque de óxido y agonía.

Habían contenido la amenaza aquí. ¿Pero de qué servía apagar una vela cuando todo el bosque estaba ardiendo? La desesperación se aferró a él. Su nuevo poder, nacido del sacrificio, se sentía de repente inadecuado, insignificante. Miró a Liesel, que acunaba el cuerpo sin vida de Franz. No había palabras. El precio de su victoria personal era la pérdida irreparable de su amiga. La partitura de su heroísmo estaba escrita con la sangre de los que amaba.


RUINAS DEL COLISEO

Brenna despertó con un sabor a sangre y polvo en la boca. Su visión era borrosa. Le dolía respirar. El silencio era lo que la alarmó. Su propio silencio. Intentó ponerse de pie, pero un dolor agudo en su costado la hizo gritar, un sonido áspero que resonó en la arena vacía. El Campeón Penitente se había ido. No la había matado. La había… dejado. Como a un juguete roto. Una humillación peor que la muerte.

Arrastrándose, buscó su comunicador. No hubo respuesta. La frecuencia de la Orquesta era un muro de estática. El del equipo de élite, silencio absoluto. Estaba sola, herida y aislada en el monumento más grande del mundo a la violencia. Miró el Orpheus' Klage, su lira abollada y silenciosa a unos metros. Por primera vez en su vida, no sintió el familiar impulso de la rabia. Solo un vacío frío. El monstruo la había enfrentado y le había mostrado que su furia no era más que un berrinche infantil comparada con el verdadero dolor.


CALLES CERCANAS AL VATICANO - PUNTO DE MANDO

Elric y Weber observaban la masacre a través de las pantallas holográficas de su puesto de mando. Las firmas vitales de sus unidades parpadeaban y se extinguían, una por una, como estrellas muriendo en el cielo. El Comité de Defensa de Roma había sido prácticamente aniquilado. Por cada Penitente que destruían, tres más emergían de las ruinas. Por cada zona que aseguraban, un Serafín aparecía en el cielo, obligándolos a una retirada desesperada.

«No es una batalla. Es una erradicación», dijo Enzo Bellini, su voz ronca, su carisma evaporado, dejando solo a un soldado cansado. Había llegado hace unos minutos, cubierto de polvo y ceniza. «Son infinitos. Los matamos, y la fe de esta maldita ciudad simplemente crea más. Los civiles… rezan y mueren para alimentarlos. Es una guerra santa, y nosotros somos los blasfemos».

Elric, sosteniendo el dispositivo con el código raíz de Argent, sentía la ironía. Tenía la clave para detener la música, pero para usarla, tenía que llegar al emisor central en el Vaticano, atravesando un océano de fe convertida en armas.

Pero la tierra tembló.