En una guerra, a veces la locura es la estrategia más cuerda. Elric, agazapado tras los restos de una fuente barroca, observó cómo una unidad de autómatas de Melpómene, vestidos como zuavos franceses, cargaba contra una falange de Penitentes al ritmo de la Cabalgata de las Valquirias. Era un espectáculo tan absurdo como aterrador. Pero también era una oportunidad.
«Está loca», dijo Enzo a su lado, sus nudilleras de armónica emitiendo un zumbido bajo, listas para la acción. «Completamente loca. Podría haber aniquilado a estas criaturas desde el principio».
«No le interesa aniquilar, Enzo», respondió Elric, su mirada fija en el objetivo lejano: la silueta del Vaticano, ahora recortada contra las explosiones del bombardeo de Melpómene. «Le interesa el drama. Esto no es una ayuda. Es un desafío». Sintió el eco de la intención de la Arcante, un susurro en su mente que decía: “Les he abierto el escenario, mi querido director. Ahora, denme una actuación final digna de ser recordada”.
Se movían. El equipo de élite –Elric, Enzo, Weber y Argent, este último un espectro silencioso en la retaguardia– avanzaba, utilizando la cacofonía coreografiada como cobertura. La ciudad se había transformado en el teatro de un dios demente. No se infiltraban en un campo de batalla; se colaban entre bastidores mientras la obra principal se desarrollaba a todo volumen. Cada explosión, cada carga de la infantería mecánica, era una distracción que les permitía cruzar plazas y avenidas que minutos antes eran zonas mortales.
Esquivaron un duelo entre un autómata con un oboe-lanzallamas y un Penitente que parecía hecho de cables de piano oxidados. Pasaron bajo un puente mientras, arriba, la caballería metálica se enzarzaba en un combate con una congregación de Serafines, la disonancia de la pólvora contra la armonía de la luz. Weber, con su pragmatismo de veterano, solo sacudía la cabeza.
«He luchado en dos guerras. He visto monarquías caer y ángeles cantar», murmuró. «Y aun así, esto es, con diferencia, lo más estúpido que he presenciado».
«La estupidez es un concepto subjetivo, Weber», replicó Argent sin emoción, analizando los datos que fluían en su tableta. «Desde un punto de vista puramente táctico, la diversificación de frentes de la Arcante es... notablemente efectiva. Ha creado un caos estocástico que sobrecarga la capacidad de respuesta adaptativa tanto de los Serafines como de los Penitentes».
«Lo que significa», tradujo Enzo con un gruñido, «es que la lunática ha tirado tanta basura al escenario que los actores principales ya no saben cuál es su guion».
Avanzaban, un equipo de profesionales silenciosos aprovechando una tormenta de locura, acercándose cada vez más al corazón silencioso del Cántico.
Mientras tanto, a kilómetros de distancia, en la quietud polvorienta de la basílica de Santa María, Fékio observaba el mismo espectáculo desde una perspectiva diferente. Para él, el caos no era una cobertura táctica; era un milagro improbable. La horda de Penitentes que había estado asediando su santuario se había retirado, atraída por la nueva y mucho más ruidosa representación en el centro de Roma. El cielo, antes una cúpula de Serafines amenazantes, era ahora un festival de fuegos artificiales mortales.
Tenían una oportunidad. Una única y frágil vía de escape.
«Liesel», dijo, su voz firme. La chica, que había estado cuidando a los niños supervivientes, alzó la vista. El horror de la muerte de Franz la había silenciado, pero en sus ojos había ahora una determinación de acero forjada en la pérdida. «Reúne a todos. Nos vamos».
«¿Ir? ¿A dónde, Magister?», preguntó uno de los romanos supervivientes. «Afuera hay un infierno diferente, pero sigue siendo el infierno».
«Vamos al único lugar que importa», respondió Fékio, su mirada fija en la distante y bombardeada cúpula del Vaticano. «Elric y los demás están yendo hacia allí. El final de esta guerra está en esa dirección. Y no pienso dejar a esta gente aquí para que se conviertan en el daño colateral cuando caiga el telón».
Su rol había cambiado de nuevo. Ya no era un guardián protegiendo un santuario. Era el pastor de un rebaño improbable, el escolta de la inocencia en el último día del mundo.
Organizar el éxodo fue una pesadilla logística y emocional. Eran un pequeño grupo de Compositores heridos y exhaustos, y una veintena de civiles, la mayoría niños, traumatizados y aterrorizados. Liesel, en un sorprendente despliegue de fuerza, se convirtió en su pilar. Sin su don para distraerla, su concentración era absoluta. Calmó a los niños, organizó los escasos suministros, y su rostro, que siempre había sido una ventana abierta a la ansiedad, ahora era una máscara de resolución.