“Duelo en Tres Actos”


El último cañonazo resonó contra las antiguas piedras, y la gran obertura de la Battaglia di Roma llegó a su estruendoso final. Silencio. Un silencio que Melpómene saboreó como un director de orquesta saborea el instante suspendido tras un perfecto fortissimo. Desde su posición en la cima del Arco de Constantino, observó su obra. La ciudad era su escenario. Los fuegos, su iluminación. Y el caos, su aplauso. Fue una actuación magnífica, ciertamente. Sus fieles autómatas habían despejado las calles con una gracia marcial que ningún ejército humano podría jamás igualar. Estaba satisfecha. Mayormente.

Se ajustó el sombrero bicornio. Un pensamiento, pequeño e irritante como un mal crítico, se coló en su mente. Napoleón era francés. Esto era Roma. Una falta de coherencia temática imperdonable. Quizás un atuendo inspirado en Giuseppe Garibaldi habría sido más apropiado. Habría que anotarlo para la próxima producción. Los detalles, después de todo, separaban al genio del mero talento.

Descendió, no caminando, sino dejándose llevar por una corriente sónica que la depositó suavemente en la arena manchada de aceite del Coliseo. El aire olía a metal quemado y al sutil aroma del drama concluido. Se paseó por la "escena", examinando su obra. Los cuerpos destrozados de los Penitentes. Los fragmentos cristalizados de los Serafines. Los autómatas caídos, posando en posturas de un heroísmo trágico y mecánico.

Bellamente ejecutado, pensó, tocando la mejilla de uno de sus "actores" caídos con la punta de su batuta. Pero carente de un protagonista. Una historia sin un héroe con un defecto trágico... es solo una carnicería. Aburrida.

Necesitaba un punto focal. Alguien cuya caída o triunfo diera sentido a toda esta maravillosa violencia. Un Hamlet. Una Medea.

Y volteando a su costado, la encontró.

Arrumbada contra las gradas de piedra, en un charco de su propia sangre, estaba la Investigadora Brenna. Una mancha de furia rota en medio de su escenario perfecto. Estaba al borde de la muerte. La herida en su costado era profunda, y su respiración, un susurro irregular. Una simple mortal a punto de extinguirse de la forma más banal.

Melpómene la rodeó, estudiándola como un escultor estudia un bloque de mármol imperfecto. Qué desperdicio. Este personaje tenía tanto potencial. La furia primigenia, la disonancia existencial, la tragedia de su creación... era un personaje de Sófocles nacido en la era del metal y la sonata. Y estaba a punto de salir de escena con un gemido, en lugar de con un soliloquio que hiciera temblar los cielos.

No lo podía permitir. Sería un insulto a su arte.

Se arrodilló a su lado, la seda de su uniforme napoleónico (ahora lamentablemente francés) rozando la piedra ensangrentada. No la vio como una aliada herida que necesitaba ayuda. La vio como una actriz prometedora cuya motivación había flaqueado, cuyo arco narrativo corría el peligro de resolverse de la manera más insatisfactoria.

«¡Oh, querida!», susurró, su voz una melodía de falsa compasión. «¿Ya te rindes? ¿Es este tu gran final? ¿Yacer aquí, desangrándote en silencio? ¡Qué decepcionante!».

Con una gracia casi quirúrgica, posó la punta de su batuta sobre la herida de Brenna. No canalizó la Sonata Curativa, esa herramienta tan burda y sentimental. Canalizó algo mucho más refinado: una resonancia de pura narrativa. No estaba sanando la herida; estaba "reescribiendo la escena". Tejió los tejidos rotos con hilos de energía sónica, detuvo la hemorragia no sellando los vasos, sino "ordenándole" a la sangre que permaneciera en su sitio. No la estaba sanando por completo. Solo la estaba poniendo de nuevo en pie. Remendándola lo suficiente para un último acto.

Brenna tosió, un espasmo violento que la trajo de vuelta a la consciencia. Sus ojos se abrieron, desenfocados, y se fijaron en la figura que se cernía sobre ella.

«Tú...», graznó.

«¡YO!», confirmó Melpómene con una sonrisa radiante. «Tu directora. Y he decidido que tu personaje aún tiene una escena más que interpretar. No te dejaré morir de una forma tan aburrida y anticlimática, querida. La muerte de una protagonista debe tener peso, significado. Debe ser un sacrificio, una traición, una apoteosis trágica. Tu muerte, tal como estaba, era simplemente... ¡MALA ESCRITURA!».

La ayudó a ponerse en pie. Brenna se tambaleaba, débil, pero viva. Viva y confundida. Y furiosa.

«¿Qué… me has hecho?».