El camino hacia el infierno, irónicamente, estaba pavimentado con la indiferencia divina de Melpómene. Mientras su ópera de aniquilación se representaba en la superficie, creando una distracción del tamaño de una ciudad, Elric y su equipo de élite descendían a las entrañas del Vaticano. Se movían a través de pasajes secretos y archivos olvidados, una herida abierta en el corazón de la cristiandad que no figuraba en ningún plano oficial. El aire aquí era antiguo, olía a piedra húmeda, a incienso rancio y a un poder que hacía que el vello de la nuca se erizara.
El equipo era una extraña sinfonía de desconfianza y necesidad. Enzo se movía con cautela, sus nudilleras de armónica brillando suavemente en la penumbra. Weber era la retaguardia, un pilar de calma veterana, su mano nunca lejos de su arma de cristal. Y Argent caminaba a su lado, su rostro una máscara de fría cooperación. Interpretaba su papel a la perfección, analizando los sistemas de seguridad y señalando las trampas sónicas pasivas. Pero Elric no se dejaba engañar. No confiaba en la redención de Argent; confiaba en su cálculo. Sabía que Argent había determinado que su propia supervivencia ahora dependía del éxito de esta misión. Era una lealtad nacida del pragmatismo, la única clase en la que Elric creería de un Volker.
Finalmente, llegaron. Tras una última puerta de titanio que solo el código genético de Argent pudo abrir, entraron en el epicentro.
No era una catacumba. No era un laboratorio. Era ambas cosas. Una vasta caverna geodésica, iluminada por la luz azulada que emanaba de un artefacto central. Las paredes eran una fusión imposible de roca natural y circuitos bio-orgánicos que palpitaban con un ritmo lento y enfermizo. Era el corazón latente de la plaga.
En el centro, sobre un pedestal de obsidiana, flotaba fragmento de un antiguo monolito, similar a los que habían causado el Evento Sonático original, pero más pequeño, fracturado, y envuelto en una matriz de tecnología Volker que lo mantenía contenido y lo explotaba como una fuente de energía. Cables, gruesos como arterias, conectaban el monolito a una consola de control circular. El nexo del Cántico Cismático.
«Es un Transductor de Resonancia Conceptual», susurró Argent, su voz traicionando un atisbo de asombro profesional. «Tecnología teórica. Toma una idea, un concepto abstracto como la ‘fe’, y la traduce en una frecuencia de Sonata capaz de alterar la materia».
«Pura alquimia sónica», murmuró Weber.
Se acercaron a la consola. La pantalla holográfica principal no mostraba objetivos militares, ni datos tácticos. Mostraba un mapa genético del ser humano. Complejo. Tridimensional. Y sobre él, una partitura se estaba escribiendo a sí misma en tiempo real, una secuencia de notas y símbolos que Elric nunca había visto.
«No es una partitura de ataque», dijo Enzo, su rostro sombrío. «Es una… reescritura».
Elric posó sus dedos sobre la consola y accedió a los archivos del núcleo. La verdad que se desplegó ante él era más insidiosa que cualquier arma. La "partitura de re-escritura genética". El proyecto final de la Casa Volker.
«No busca matar», explicó Elric, su voz resonando con un horror tranquilo. «Busca ‘curar’. Está diseñado para identificar y eliminar las secuencias genéticas ligadas a lo que ellos consideran ‘disonancia anímica’». La pantalla resaltó secciones del código genético. «El libre albedrío. La rebelión. La duda. La capacidad de crear y disentir. Es la paz definitiva a través de la esclavitud conceptual. Quieren convertir a la humanidad en una orquesta perfecta, donde cada músico toca exactamente la misma nota, sin cuestionar al director».
Era un plan tan arrogante, tan absoluto, que quitaba el aliento. Un genocidio de almas.
«Entonces el silencio que querían no era para la Sonata…», dijo Weber. «Era para el espíritu humano».
«Tenemos que detenerlo», dijo Elric. «Argent. El código raíz. Ahora».
Argent asintió, su rostro impasible. Conectó su dispositivo personal a la consola, el frío cálculo ahora una necesidad urgente. El archivo que había robado, la clave para detener la sinfonía de la locura, se cargó en el sistema. «La secuencia de cancelación es compleja», advirtió. «Una vez que la inicie, el sistema intentará defenderse. Es una IA semi-sintiente. No se rendirá sin luchar».
«Que lo intente», gruñó Enzo.
Argent inició la secuencia. Por un instante, pareció funcionar. La música del Cántico, ese zumbido opresivo que había llenado el aire, comenzó a vacilar. La luz del monolito parpadeó.