“Templos de Ruido”


MANGA8.png

El edificio se ríe de mí. Estoy segura. Estoy de pie al otro lado de la avenida, en lo que se supone que es una distancia segura, y aun así siento su presencia. Es la sede del Cuartel General del Comité de Defensa, la estructura más alta y, probablemente, la más intimidante de toda la Noctara de Berlín. Es una aguja de cristal ahumado y acero negro que no se eleva hacia el cielo, sino que lo apuñala, como desafiando a la propia cúpula a que se atreva a lloverle encima. No es arquitectura. Es una declaración de poder. Sé que, como ciudadana, debería sentirme segura bajo su sombra, protegida, orgullosa. Pero lo único que siento es la sensación primigenia de una pequeña hormiga observando la bota que está a punto de aplastarla. He venido sola. Una decisión táctica, según Klara, para que pareciera "más misteriosa y profesional". Una sentencia de muerte social, según mi sistema nervioso, que ahora mismo opera en modo de pánico nivel cinco.

Bajo mi brazo derecho, llevo una caja de cartón plegada y plana. "Tu escudo", la llamó Klara. "Tu excentricidad artística". Es mi única esperanza. Bajo el izquierdo, mi Stratocaster en su funda acolchada, un ancla pesada que es lo único que me impide salir flotando en una nube de ansiedad.

«Vale. Inhala. Exhala. Análisis de personaje», me digo a mí misma, repitiendo el mantra que preparé anoche. «Hoy no eres Helena Schmidt, la chica que una vez fingió un desmayo para no tener que hacer una presentación oral. No. Hoy eres... ‘Silentsiren13’. Eres una artista. Una virtuosa misteriosa. Las artistas son raras, son enigmáticas. Llevan cajas plegadas. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Es parte del misterio. Sí. Es creíble. Nadie sospechará que en realidad estás a tres segundos de sufrir una fusión nuclear espontánea de pánico social. Solo tienes que entrar. Tocar. Y salir. Como arrancar una tirita. Una tirita que ha estado pegada a cada célula de tu cuerpo y alma desde que naciste.»

El semáforo peatonal cambia a verde. Es una señal del universo. O simplemente del sistema de tráfico. Cruzo la calle, mis pasos sintiéndose extrañamente pesados, como si caminara por el fondo del océano. Las puertas de cristal automáticas se abren ante mí con un siseo suave y ominoso. Y entro.

El interior es peor. Mil veces peor.

Es un vestíbulo del tamaño de un estadio de fútbol, pero completamente silencioso. El suelo es de un mármol negro tan pulido que refleja el techo altísimo, creando la inquietante ilusión de que estás flotando en un abismo oscuro. La escala es inhumana, diseñada para hacerte sentir pequeño. Y funciona. Me siento microscópica.

Y ahí están ellos. Los soldados.

Decenas de ellos, hombres y mujeres, moviéndose por el vasto espacio. Todos visten uniformes oscuros impecables, con insignias de plata que brillan bajo la fría luz. No caminan. Se deslizan. Se mueven con una sincronía que no es natural, sus pasos silenciosos, sus espaldas rectas, sus miradas fijas al frente. Giran en ángulos de noventa grados perfectos. Es como observar una coreografía de autómatas. No hay conversaciones. No hay risas. Solo el casi imperceptible susurro de la tela de sus uniformes y el eco amortiguado de sus botas. Esto no es una "oficina de talentos". Esto es el lugar donde envían a la gente cuando "respira fuera de compás". Y yo estoy aquí, con mi guitarra y mi caja de cartón. Siento que tengo un cartel de neón sobre la cabeza que parpadea: "¡NO PERTENEZCO A ESTE LUGAR!".

Mi destino es un mostrador de recepción en el centro del abismo. Una única y larga mesa blanca, con una sola persona detrás. La caminata hasta allí se siente como la última milla. Cada paso resuena en el silencio. Puedo sentir decenas de miradas clavándose en mi espalda, analizando a la extraña anomalía de vaqueros y camiseta de banda que ha profanado su templo de orden.

La mujer detrás del mostrador parece esculpida en hielo. Su uniforme está tan almidonado que creo que podría romperse si sonríe. Su pelo está recogido en un moño tan apretado que parece doloroso. Sus ojos, de un gris tormentoso, me escanean de arriba abajo. Mi plan de ser una artista misteriosa se desintegra. Me convierto de nuevo en Helena Schmidt, de dieciséis años, a punto de tartamudear hasta la muerte.

Ella no dice nada. Solo espera. Es una prueba. Una guerra de desgaste silenciosa que estoy perdiendo catastróficamente.

«H-hola…», logro decir, y mi voz sale como un chillido asustado. Carraspeo, intento de nuevo, más bajo. «Hola. Vengo por… eh… por lo del programa de talentos. Para una… licencia. Una licencia de compositora».

Elijo la palabra "compositora" deliberadamente. En el formulario municipal, vi que era un término oficial. Suena más profesional, más legítimo que "guitarrista de una banda amateur que aún no tiene permiso para existir". Es mi única y patética armadura verbal.

La mujer me mira. Su ceja izquierda se arquea. Un milímetro. Es el primer signo de emoción que he visto desde que entré en este mausoleo, y es una emoción que mi cerebro identifica como "desdén condescendiente".

Sin apartar sus ojos grises de mí, activa su comunicador de muñeca. Su voz, cuando habla, es fría y precisa, como el sonido de cristales rotos. No dice: "Hay una joven música aquí para una audición".