“La Audición Más Extraña del Mundo”


No me dicen que espere. Me ordenan que espere. Un soldado silencioso me guía desde la recepción, a través de pasillos interminables de mármol, hasta una puerta sin nombre. Se abre, y él me hace un gesto para que entre. La "sala de espera" resulta ser un cubo blanco. No hay revistas. No hay plantas. No hay música ambiental horrible. Solo una única silla de metal atornillada al suelo en el centro exacto de la habitación. Las paredes son lisas, sin costuras. La iluminación es indirecta, uniforme, sin una sola sombra. Es un lugar diseñado para despojarte de cualquier distracción, de cualquier confort. Para dejarte solo contigo mismo y con el eco de tus propios y nerviosos latidos.

Me siento. El metal de la silla está frío. El silencio aquí es diferente al de la biblioteca. Aquel era un silencio lleno de vida. Este es un silencio de laboratorio, un silencio esterilizado, pesado. Es un silencio que presiona, que te hace dolorosamente consciente de cada pequeña imperfección: el murmullo de la sangre en mis oídos, el crujido de mi cuello al girar la cabeza, la forma en que mi respiración suena demasiado fuerte. Intento controlar mi respiración, volverla silenciosa, para no ofender al cuarto.

«Actúa normal, Helena. Eres una artista excéntrica. El silencio es tu lienzo. Sí. No estás aterrorizada, estás… meditando. Absorbiendo la pureza del espacio acústico. Muy profesional.» Me repito esto una y otra vez, pero mi corazón no se lo cree. Sigue tocando un solo de batería a un ritmo de pánico.

Pasan diez minutos que se sienten como diez años. La puerta, de la que había perdido de vista su contorno, se abre de nuevo con un siseo que me hace dar un respingo. Otro hombre, este con una bata de laboratorio blanca sobre su uniforme, me hace un gesto. Es hora.

La primera prueba la llaman "Prueba de Sincronización Reactiva". Me llevan a una sala oscura y circular, cuyo centro está dominado por una esfera holográfica suspendida en el aire. La única luz proviene de la esfera misma y de un panel de observación de cristal tras el cual veo al técnico de la bata blanca. Me entrega dos mandos ergonómicos y me coloca un casco de metal ligero sobre la cabeza, lleno de pequeños sensores que se pegan a mi cuero cabelludo. Es incómodo.

«En la esfera aparecerán patrones de luz y sonido», explica el técnico, su voz monótona como la de una máquina. «Tu objetivo es interceptar cada ‘nota’ con el mando correspondiente en el instante preciso de su manifestación. El sistema medirá tu latencia, tu precisión y tu capacidad de predicción de patrones. ¿Entendido?».

Asiento, aunque mi mente está en otra parte.

«Vaya. ¿Y yo quejándome de los videojuegos de la academia?» Pienso. «Esto es como uno de esos juegos de ritmo de las salas de arcade, pero en 3D y con un presupuesto del tamaño de una Noctara pequeña. ¡Es genial!».

El pánico retrocede, reemplazado por la familiar emoción de la competición. Esto es un juego. Y los juegos de ritmo son lo mío.

La esfera cobra vida. Una simple secuencia de luces rojas y azules aparece, acompañada de tonos claros. Sencillo. Muevo los mandos, interceptando cada nota con facilidad. Bip, bop, bip. Me siento ridícula. Pero entonces, la cosa cambia. La velocidad aumenta. Los patrones se vuelven más complejos, series de notas asimétricas, cambios de tempo abruptos. Ya no son solo luces; son acordes, arpegios, secuencias que parecen sacadas de un solo de Frank Zappa.

Me olvido del técnico. Me olvido de dónde estoy. Mi cerebro de músico se activa. Entro en la zona. Ya no estoy reaccionando; estoy improvisando. Mis manos se mueven por puro instinto, mis reflejos adelantándose a la aparición de las notas, prediciendo la lógica caótica de la composición. Estoy tocando. Estoy componiendo una respuesta a la canción de la esfera. Es una danza. Mis manos vuelan, un torbellino de movimiento preciso, y durante un minuto entero, no fallo una sola nota. Siento la euforia de un solo perfecto, el éxtasis del control absoluto sobre la melodía.

Y entonces, todo se detiene. Miro al otro lado del cristal. El técnico me mira, primero con una expresión de pura sorpresa. Luego teclea algo en su consola, y su expresión cambia a algo que identifico como… alarma. Llama a alguien por su comunicador, su voz demasiado baja para que la oiga. Definitivamente no es la reacción de alguien que acaba de ver a un jugador sacar la puntuación más alta. Es la reacción de alguien que acaba de ver a la tostadora empezar a hablar en latín.

La segunda prueba es la "Entrevista de Perfil Armónico". Suena increíblemente pretencioso. Me llevan a una oficina minimalista, de paredes grises y un único sofá. El hombre que me espera es de mediana edad, con una barba cuidada y unos ojos amables que parecen analizar cada uno de mis microgestos. Irradia una calma de psicólogo. Intento no derrumbarme.

«Hola, Helena. Siéntate, por favor. Solo quiero charlar un poco sobre tu relación con la música», dice con una sonrisa tranquilizadora.

Intento devolver la sonrisa. Creo que el resultado es más bien una mueca de terror.

Pero sus preguntas son... extrañas. No me pregunta por mis influencias, ni por mi técnica. Me pregunta cosas que nunca nadie me había preguntado.

«Helena, cuando tocas, cuando estás realmente... dentro de la canción, ¿sientes la música solo en tus oídos, o... en algún otro lugar?», pregunta, inclinándose un poco. «¿Quizás en tus huesos? ¿El aire a tu alrededor?».