En la estructura implacable del Comité de Defensa de Nueva Babilonia, la jerarquía es una ley grabada en cada pulso de resonancia. En su cúspide se sientan figuras tan distantes como constelaciones, un poder al que el resto solo puede aspirar en sueños. Pero debajo de ese cielo inalcanzable, en el corazón mismo de la guerra contra la disonancia, existe una meta tangible. Una promesa. Una sentencia.
Las Orquestas.
Se extienden por toda Europa, cada una una sinfonía única, afinada según la tierra que protege y los fantasmas que combate. Pero entre todas ellas, una resuena con un peso innegable. Es el pulso de la capital, el rugido disciplinado en el corazón del poder. La que responde no solo a la defensa del territorio, sino a la voluntad de Nueva Babilonia misma.
Olviden los relatos de héroes perfectos y las baladas de mártires angélicos. Aquí no encontrarán deidades descendidas del cielo ni leyendas de un tiempo olvidado. Quienes conforman este coro de batalla son algo mucho más temible. Son humanos. Humanos que han mirado el caos a los ojos y han aprendido a devolverle la mirada con una partitura en la mano. Han visto la realidad deshacerse y han decidido que podían escribir una mejor a fuerza de disciplina y fuego. Y es precisamente por esa voluntad inquebrantable que se les teme.
Compositores cuyos nombres fueron forjados en el estruendo de fronteras rotas, talentos pulidos en el silencio mortal de las zonas muertas, y veteranos cuyos instrumentos son extensiones de sus propias cicatrices. Forman más que una unidad militar; son el pináculo de la evolución sonática, la primera y última línea de defensa entre la armonía de la civilización y el grito del olvido.
Sean testigos de las filas del epicentro del poder militar de la nueva humanidad.
Bienvenidos a la Orquesta de Defensa de Berlín.